ecesitamos arribar a un nuevo curso de desarrollo a partir de deliberaciones amplias y rigurosas que nos lleven a erigir consensos; de aquí la importancia de un “pacto fiscal”. Un gran acuerdo que permita reformar las capacidades estatales de gasto y redistribución, los procesos de recaudación de fondos y los de asignación de los recursos públicos para promover el crecimiento, modular el ciclo económico y sentar las bases de un genuino Estado de bienestar.
De lo que se trata es de conformar una economía política que auspicie un crecimiento económico sostenible, que dé solidez al intercambio político y a una democracia comprometida con propósitos de equidad y mejoramiento social. Tal es el reto.
No se puede postular, menos presumir, que la ruta elegida por los gobiernos de la llamada Cuarta Transformación vaya a llevarnos por esa dirección; de hecho, en algunas de sus dimensiones primordiales la situación es, por así decirlo, complicada, cuando no opuesta a los objetivos sustanciales de todo desarrollo social.
El afán de asegurar la estabilidad económica, entendida como estabilidad financiera, nos ha llevado a una sistemática adopción de criterios de austeridad que han repercutido negativamente sobre muchos mexicanos y su aptitud para conseguir, ya no se diga asegurar, su bienestar.
Tal es el caso de la educación, una auténtica tragedia como la ha llamado Gilberto Guevara, y lo mismo parece ocurrir con el sistema de salud pública que, tras décadas de falta de planeación, descuido institucional y carencias financieras, aparece postrado sin visos de que la “Prevención, el acceso, la calidad y la seguridad”, esperanzador lema que inspirara el inicio de la administración del doctor David Kershenobich, titular de la Secretaría de Salud, sean una realidad cercana para millones de mexicanos.
Las crisis financieras, devenidas económicas, al afectar los ritmos de la producción y sus crecimientos, y redundar en un creciente empleo informal y mayor pobreza laboral, revelaron las grandes debilidades del Estado mexicano en cuanto a sus finanzas y despliegue operacional que, con la pandemia, mostraron su profundidad. Estas carencias, que bien podrían calificarse como estructurales, conforman un primer bloque –nada virtual– de contención de políticas sociales integrales y universales, con lo que esto implica para otear un porvenir promisorio para los mexicanos.
Desde estas debilidades y penurias es que cobra fuerza, sentido y pertinencia recuperar, para la política y la propia política económica, la centralidad del desarrollo. Desarrollo entendido como idea-fuerza que ha sumado voces y experiencias y, ahora, inspira los magnos esfuerzos de modernidad y progreso de muchas sociedades calificadas como formaciones “en desarrollo”.
La idea del desarrollo, como eje articulador de la movilización política y social, ha inspirado y reunido voluntades; y lo que ahora se exige es un desarrollo que tendría que (re)imaginar y erigir combinaciones dinámicas y eficaces, resilientes, entre crecimiento económico y distribución de los frutos de ese crecimiento.
Un desarrollo, por cierto, que en nuestro caso daría cumplimiento a los anhelos de nuestros constituyentes y de otras oleadas reformadoras, como la encabezada por el general y presidente Lázaro Cárdenas (1934-1940).
De implantarse tal combinatoria auspiciosa, la democracia germinal, como suele llamarla José Woldenberg, encontraría cauces sólidos para volverse una democracia amplia e incluyente y el Estado podría madurar como Estado social. Su legitimidad derivaría de su capacidad redistributiva y de sus disposiciones para financiamientos transparentes, apropiados a las circunstancias emanadas de las profundas crisis y carencias económicas y sociales que nos acosan.
Es cierto que las combinatorias que consideramos necesarias no provienen de ecuaciones lineales. A las dificultades e insuficiencias de nuestra democracia, hoy reconocidas por muchos, habría que sumar unas desigualdades crónicas que cruzan poblaciones y territorios, edades y géneros, vidas y ocupaciones.
Necesitamos rescatar los postulados del desarrollo y pensar en un México social, un país capaz de reconstruirse institucionalmente, de recuperar las capacidades de intervención y conducción socioeconómica del Estado. Es fundamental recuperar el crecimiento económico y restaurar la cohesión social.
Dicho en una nuez: es imprescindible tener la voluntad y las destrezas necesarias para desplegar una nueva pedagogía nacional, republicana, democrática y comprometida a fondo con la equidad para dar lugar a renovadas formas de articulación y cohesión política, económica, social y cultural.












