errocarrilero por decisión propia, para Salvador Zarco Flores “el tren es poesía, es la vida. Es historia, es todo”. Preso político del movimiento estudiantil popular de 1968, al salir del Palacio Negro de Lecumberri en 1971, fue a una asamblea en la Facultad de Filosofía de la UNAM, le agradeció a sus compañeros su solidaridad para alcanzar la libertad y no volvió a las aulas. En cambio, no descansó hasta que entró a trabajar como rielero.
Prisión y trabajo fueron sus escuelas. La cárcel le dio muchas enseñanzas de lo bueno y lo malo del ser humano. Allí –dice– estamos todos desnudos. Descubrió, también, el “bendito valor del trabajo manual”. Los ferrocarriles y el mundo obrero le permitieron conocer hombres generosos hasta decir “¡basta!”. Entregados. Que dan su vida por una causa. Encontró que la solidaridad proletaria es cosa de carne y hueso, no asunto de ideas o libros.
Gran admirador de la Revolución china y del pueblo ruso, en su noche de bodas, en Morelia, entró en una librería de usado y encontró el libro de O. Piatnitsky Rompiendo la noche. Memorias y revelaciones de un bolchevique. Lo leyó sin parar hasta la madrugada.
En 1967, en la universidad, se incorporó a la Liga Comunista Espartaco (LCE). Lo enviaron primero al seccional petrolero y lo reasignaron al ferrocarrilero. Le impresionó el gremio. Los trabajadores cobijaban a los activistas, los orientaban para no despistarse, les decían cuál era la ruta que debían tomar.
En las calles, durante las protestas del 68, los jóvenes exigieron la libertad de Demetrio Vallejo, líder de la insurgencia obrera de 1958-59, preso durante 11 años, cuatro meses y un día. Vallejo fue, junto a Ho Chi-Minh y Emiliano Zapata, figura venerada por los estudiantes. Un destacamento rielero estuvo, con todo y manta, en Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968.
En prisión, Jerónimo (ese era su nombre de batalla) empezó a estudiar la historia del gremio y se enamoró de esa hermandad. “¡De aquí soy!”, se dijo. En Lecumberri, hizo amistad con el ferrocarrilero Cayetano Horta, detenido en Tlalnepantla, al que llamaba “mi general”. Era el encargado de limpiar la crujía a cambio de una ayuda económica de los presos políticos.
Jerónimo comenzó a trabajar en Ferronales en la vía, primero en Hidalgo y luego en Veracruz. Él, su entonces esposa y sus dos hijos mayores, habitaban medio carro-campamento, donde estaban recámara, comedor, sala, baño y cocina. Guisaban con estufas hechizas de leña. Allí vivían las cuadrillas de vía, que realizan, a la intemperie, el trabajo más pesado y peor remunerado. Tienen la responsabilidad de mantener la vía en las mejores condiciones para garantizar la seguridad de los trenes. Su espacio para la privacidad es limitado. Su vida íntima es casi pública.
Laboró allí un año, hasta que entró a los talleres, punto clave para organizar la lucha obrera. Los talleristas eran la columna vertebral del gremio. Cuando él y su familia regresaron a la ciudad, un hombre que era líder natural de la cuadrilla, le dijo: “le encargo una cosa: que me mande una foto y obras de Mao Tse Tung”.
Mecánico electricista de locomotoras, indoblegable ante los charros, incorruptible, organizó desde abajo, con discreción y naturalidad, un movimiento gremial depurador. Fue dirigente de la sección 15 y del comité de vigilancia, al tiempo que impulsaba gestiones de colonos y promovía el sindicalismo independiente en diversas fábricas, círculos de lectura y cineclubs. Con el tiempo, Zarco y Demetrio Vallejo se hicieron grandes compañeros en el Movimiento Sindical Ferrocarrilero.
En 1997, Salvador fue despedido junto con otro centenar de trabajadores. Comenzó una desigual resistencia contra la privatización del sistema ferroviario. Imposible detenerla. La venta de la industria despojó al país de bienes estratégicos para ponerlos en manos extranjeras y de empresarios inescrupulosos, y facilitó la destrucción del contrato colectivo, despidos masivos, desestructuración del gremio y cancelación de servicios.
Ante la inevitable derrota, Salvador se concentró, junto con un grupo de trabajadores, en preservar la memoria histórica y la cultura de los rieleros y el patrimonio industrial de la antigua empresa pública. Bajo su dirección, el 1 de mayo de 2006, se inauguró, en la antigua estación de La Villa, en rumbos de la Basílica de Guadalupe, el Museo de los Ferrocarrileros. No contaban “ni con un clavo para exhibir”. Con el apoyo de Teresa Márquez, el Museo Nacional de los Ferrocarriles Mexicanos les prestó una locomotora 601 y otras piezas para su primera exposición acerca de los múltiples y diversos oficios de los obreros del riel.
Poco a poco, el museo se ha ido haciendo de un acervo propio, con base en donaciones y compras, préstamos y comodatos. Ha organizado exposiciones excepcionales como De Nonoalco a Tlaltelolco 1958-1968, dedicada a la lucha ferrocarrilera y a Demetrio Vallejo. Además, la institución es un centro cultural lleno de vida, un espacio abierto para que otros colectivos realicen actividades. Es el caso del Libro Club Teodoro Larrey.
El nombre del club de lectura tiene tras de sí una larga historia. En 1900, en Puebla, un puñado de mecánicos ferrocarrileros se reunieron en la habitación de una casa de huéspedes que alquilaba Teodoro Larrey. Allí nació la Unión de Mecánicos Mexicana, el primer organismo de resistencia rielera. Buscaba acabar con la explotación de los trabajadores mexicanos. Salvador Zarco es digno heredero, tanto de Teodoro Larrey como de Demetrio Vallejo. La formidable y eficaz labor que ha realizado en los últimos años al frente del museo y por la recuperación del patrimonio histórico y cultural de los ferrocarrileros debe ser reconocida dignamente.
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