l 10 de diciembre se conmemoró el aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, documento adoptado por la Asamblea General de Naciones Unidas en 1948 con el que se reconocieron los derechos humanos básicos para todas las personas. Esta conmemoración, también conocida a nivel global como el Día de los Derechos Humanos, es siempre un buen motivo para hacer un balance sobre los avances, retrocesos y desafíos de la agenda de concreción de los derechos humanos en nuestro país.
Como se ha analizado en varias ocasiones en este espacio, los gobiernos de la 4T han adoptado un discurso en el que aseguran estar comprometidos con la agenda de derechos humanos en su multidimensionalidad; sin embargo, dicho discurso no se ha visto respaldado con decisiones legislativas y políticas públicas afines a los derechos reconocidos y a su progresividad, de modo que la pauta general de la 4T en esta dimensión hasta ahora ha sido de claroscuros.
Sin duda, los grandes avances sustantivos se encuentran en la agenda de los derechos laborales. El incremento al salario mínimo y otras leyes y tratados en la materia que han buscado dignificar las condiciones de trabajo, junto con los programas sociales de gobierno, han tenido un gran impacto en el bienestar poblacional, reflejado de manera contundente en las cifras de reducción de la pobreza. Como es ya ampliamente sabido, el Inegi confirmó que el total de personas en situación de pobreza en México en 2024 fue de 38.5 millones, lo que se traduce en una tasa de pobreza de 29.6 por ciento y en un total de 13.4 millones de personas que salieron de la pobreza, de acuerdo con las cifras oficiales.
Estos claros avances en derechos laborales y económicos contrastan notablemente con los retrocesos y contradicciones que se observan en otros ámbitos. Las violencias, desde luego, son el principal factor de preocupación. Hemos insistido en que la disminución en las cifras totales de homicidios (23 por ciento menor al sexenio anterior) debe confrontarse con el incremento en otros indicadores de violencia para hacer una correcta valoración de los avances o retrocesos en esta agenda, además de considerar el incremento en las expresiones de crueldad de los sucesos de violencia que recientemente se han registrado en nuestro país.
Las cifras de desaparición de personas sostienen una pauta de incremento que en el primer año de gobierno alcanzó 54 por ciento en relación al primer año de gobierno del sexenio de López Obrador. Cada día desaparecen en promedio 39 personas, la cifra más alta registrada. La disminución de los homicidios debe cruzarse con el alza en desapariciones, pues es claro que hoy la violencia letal asociada al crimen organizado culmina ya no sólo en el asesinato, sino en la desaparición de los cuerpos.
Hemos dado cuenta también de otras violencias que azotan al país, como el incremento del desplazamiento forzado interno (129 por ciento entre 2023 y 2024), la persistencia de los feminicidios, los ataques letales y no letales a periodistas, las agresiones contra defensores de diversos derechos y el incremento de delitos como la extorsión. Todo esto en un marco de una impunidad que ronda 93 por ciento para los delitos denunciados, tomando en cuenta de que sólo 6 por ciento de los delitos son objeto de demanda. Las condiciones no son nada distintas si hablamos de las violencias contra personas migrantes, por ejemplo, quienes viven un entorno creciente de amenaza ante las políticas xenófobas de Donald Trump y sus expresiones en una política migratoria mexicana cada vez más hostil, instrumentada a través de la Guardia Nacional y el Instituto Nacional de Migración.
De igual modo, los entornos de macrocriminalidad y las expresiones de crueldad vistas recientemente dan cuenta de que las violencias descomponen cada vez en mayor medida nuestros tejidos sociales. Casos como el del rancho Izaguirre, en Jalisco, o los asesinatos del empresario limonero Bernardo Bravo y del alcalde Carlos Manzo en Michoacán –que se suman a otros dos alcaldes asesinados en los últimos meses en la misma entidad– son expresión de que las instituciones de seguridad han sido incapaces de controlar el poder de los grupos criminales que mantienen pleno dominio sobre territorios enteros en diversas geografías del país que abarcan estados como Guerrero, Sinaloa, Guanajuato, Tamaulipas, además de los ya mencionados Jalisco y Michoacán.
La apuesta sobre la militarización como estrategia de seguridad sigue siendo motivo de rechazo desde la perspectiva de derechos humanos, pues el uso indiscriminado de la fuerza y la falta de controles continúa reproduciendo tragedias como el asesinato de seis jornaleros en Tamaulipas o las niñas Leidy y Alexa en Sinaloa a manos de las fuerzas armadas.
Todo lo anterior ocurre en un entorno institucional incierto, en donde los derechos están en entredicho. La última resolución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación sobre el fondo destinado para apoyo y reparación de víctimas, el desvanecimiento del sistema de ombudsperson que en los últimos años ha legitimado la postura gubernamental a nivel federal y estatal, junto con las interrogantes que hoy rodean el reconstituido Poder Judicial, dan cuenta del debilitamiento de las garantías de defensa de la ciudadanía.
En suma, los derechos humanos en México transitan un camino cuesta arriba y siguen siendo uno de los principales pendientes de los gobiernos de la 4T, cuyo balance en esta dimensión, con la única excepción de los plausibles logros en materia de derechos laborales y reducción de pobreza, se caracteriza mayormente por el desmantelamiento de la de por sí débil infraestructura para el cuidado de las garantías ciudadanas y democráticas y para garantizar la progresividad de los derechos reconocidos.












