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¿Y qué con la educación superior?
E

n 2018, México vivió una elección histórica. Más de 30 millones de votos llevaron a Andrés Manuel López Obrador a la Presidencia, con la promesa de transformaciones profundas. Las expectativas alcanzaron todos los ámbitos, incluida la educación superior (ES). Sin embargo, seis años después el balance reveló más contradicciones que transformaciones.

Su gobierno careció de un proyecto para la ES. Aunque la reforma al artículo tercero constitucional incluyó avances significativos –gratuidad, obligatoriedad hasta posgrado y ratificación de la autonomía universitaria–, estos logros quedaron limitados a la letra de la ley. El fondo especial para financiar gratuidad y la expansión de la matrícula nunca se materializó, dejando sin recursos dos de las promesas más emblemáticas.

La meta de cobertura también quedó corta. El gobierno aspiraba a alcanzar una tasa bruta de 50 por ciento en 2024, pero apenas llegó a 43.8 por ciento. Las Universidades para el Bienestar Benito Juárez García, proyecto estelar del sexenio, sumaron cerca de 85 mil estudiantes, muy lejos de los 300 mil previstos. El resto del crecimiento fue inercial, sostenido por instituciones que operaron con presupuestos cada vez más ajustados.

El financiamiento fue otro punto crítico. Entre 2019 y 2024, el presupuesto federal para educación superior cayó 29 por ciento en términos reales. El costo por estudiante se desplomó hasta menos de 40 mil pesos anuales. Mientras la matrícula crecía, los recursos se reducían, profundizando problemas estructurales y llevando a varias universidades estatales a crisis financieras. Aunque el gobierno otorgó apoyos extraordinarios, éstos fueron condicionados y no resolvieron el déficit crónico.

En paralelo, el discurso presidencial alimentó tensiones. López Obrador calificó reiteradamente a las universidades públicas de elitistas, conservadoras y corruptas. Estas descalificaciones, replicadas en espacios legislativos, justificaron intentos de modificar leyes orgánicas en estados como Baja California, Michoacán y Veracruz, sin consulta a las comunidades universitarias, en contravención de la Ley General de Educación Superior.

La gestión de la ES se concentró sobre todo en tareas burocráticas: armonización normativa, creación de órganos nacionales y estatales de coordinación, y negociación de recursos para instituciones en crisis. No hubo un plan integral para transformar la ES ni para articularla con proyectos de desarrollo nacional. Las políticas para ciencia y tecnología agravaron el malestar.

El sexenio terminó dejando una lección: sin proyecto, sin diálogo y sin recursos, las oportunidades se diluyen. La gratuidad y la obligatoriedad son conquistas legales, pero su aplicación efectiva sigue pendiente. La cobertura creció, pero lejos de las metas. Y la brecha entre gobierno y universidades se ensanchó.

La elección de una mujer Presidenta con larga trayectoria y arraigo universitario ha abierto nuevas expectativas para la educación superior. Sin embargo, los primeros indicios del sexenio no son alentadores. Hasta ahora no se ha presentado un proyecto integral que defina el rumbo del sector ni se ha convocado a un proceso amplio e incluyente para desarrollarlo.

El presupuesto federal para educación superior ha sufrido nuevos recortes significativos: una disminución de 13 por ciento en términos reales para 2025 y de 4 por ciento para 2026. Esta reducción impacta directamente en el gasto por estudiante, que ha caído 13 y 7 por ciento en los dos primeros años del sexenio. Siguen sin asignarse recursos para garantizar la gratuidad ni para ampliar la matrícula.

Algunas iniciativas emprendidas resultan al menos contradictorias. Aunque la educación superior permanece bajo la órbita de la SEP, la coordinación y promoción de proyectos emblemáticos, como la Universidad Nacional Rosario Castellanos (UNRC), se transfirió a la Secretaría de Ciencia, Tecnología e Innovación (Secihti). Sin embargo, la UNRC enfrenta limitaciones estructurales que comprometen su capacidad para formar estudiantes y más para desarrollar investigación: su planta académica está integrada únicamente por personal de tiempo parcial y asignatura, sin plazas de tiempo completo. A ello se suma un presupuesto por estudiante muy por debajo del promedio nacional: menos de 19 mil pesos anuales frente a los 32 mil 400 pesos que cuesta, en promedio, atender a un alumno en otras instituciones.

En este contexto, la meta oficial –establecida en el Plan Nacional de Desarrollo– de alcanzar una tasa de cobertura de 55 por ciento en 2030 parece difícil de cumplir, sobre todo considerando la asignación limitada de recursos y la ausencia de un plan integral para la expansión del sistema. La falta de planeación estratégica, el debilitamiento financiero y las decisiones fragmentadas amenazan con profundizar las brechas en el acceso y la calidad de la educación superior, poniendo en riesgo su papel como motor de transformación y desarrollo nacional.

En 2024, la sociedad mexicana ratificó su voluntad de cambio. En educación superior el reto ahora es pasar de las declaraciones a los hechos: colocar a la educación superior en el centro, diseñar políticas sostenibles y garantizar los recursos necesarios para que las universidades públicas sean motor de cambio, no rehenes de la austeridad y la improvisación.

* Especialista en sociología política de la educación superior y de los movimientos sociales