Opinión
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La ciudad y los árboles
M

e refiero a mi ciudad: México, capital del país donde nací hace ya algunos años; de la que digo como broma que “crecimos juntos”. La casa paterna estaba en la colonia Algarín, calle Manuel Navarrete, y a dos cuadras corría el Río de la Piedad; más allá se extendían los llanos en los que empezaban los trazos de avenidas y calles de las colonias que surgían al sur.

El río era un hilo de agua, fangosa, entre dos altos bordos a cada lado del caudal, que recibía de algunos vecinos basura, gatos o perros muertos, restos de comida y objetos desechados; nada de agua cristalina, por el contrario, lodosa, que crecía en tiempo de aguas. Su curso va al revés del sol, de poniente a oriente, buscando las partes bajas, más allá de los llanos de Balbuena donde ya estaba el flamante aeropuerto, para desembocar en el lago de Texcoco.

Cerca del bordo, sobre la calle de Manuel Navarrete, había un negocio de alquiler de bicicletas; yo prefería una rodada 24, “La Reforzada”, porque de un lado a otro del manubrio tenía un tubo soldado de cada lado “para reforzarla”, decía el encargado. Me daba vuelo pedaleando o bajando rápidamente por el bordo del río, apoyándome en el tubo que le daba el nombre a esa bici; creo que era para tener las manos menos separadas y postura de corredor profesional e imprimir así mayor velocidad al ir hacia la solitaria calle cuyo nombre mencioné. Esto sucedía a mis 10 u 11 años; aún no nos cambiábamos a la colonia Álamos, donde pasé adolescencia y juventud.

Añoro todo esto y agrego algo más, en congruencia con el título de este artículo; en el bordo del río no había ni un árbol, tampoco recuerdo alguno en Niño Perdido o en Bolívar, que eran las avenidas con puentes para vehículos para cruzar la escuálida corriente; recuerdo, sí, un solitario “truenito” cerca de mi casa, frente a la de Luis Cabrera, político entonces de cierto renombre.

Pero a lo que quiero llegar con estas reflexiones y remembranzas algo ociosas es a una observación mía: si bien tanto en mi casa como en la de otros vecinos se sembraban en los patios o corrales no árboles, pero sí plantas diversas de ornato o algunas verduras para completar el diario menú, no olvido un chayote frondoso que daba sombra al pequeño patio trasero y nos proporcionaba sus espinosos frutos, que ya limpios y guisados sabían a gloria, y no olvido tampoco los ”chinchayotes” (gordas raíces del chayote), que crudos o bien guisados por mi abuela completaban cada fin de año nuestra dieta.

Mucho tiempo después, cuando fui diputado por el partido en el que entonces empezaba a participar en política, leí un artículo (que no he tenido la paciencia de buscar) en el cual don Daniel Cosío Villegas, con todo el peso de su autoridad de intelectual reconocido, criticaba al entonces regente de la Ciudad de México, don Octavio Sentíes, por llenar las calles de los que don Daniel, no sin ironía, llamaba “los varejones de don Octavio”.

Desde luego, y a la distancia, es evidente que la irónica critica de don Daniel estaba equivocada: esos escuálidos varejones que de la noche a la mañana y por órdenes del regente aparecían por todas partes de la ciudad y otros posteriores, muchos más, que sembraron otros jefes de Gobierno, delegados y alcaldes, y también vecinos, se convirtieron en árboles y han transformado la ciudad que conocí de niño.

En aquellos años, para ver árboles, corretear y jugar entre ellos, mi padre nos llevaba, o bien a la Alameda, en el centro de la ciudad, frente a los palacios de Correo y de Bellas Artes, o bien al Bosque de Chapultepec, con su lago y su castillo. Recuerdo a mi padre, don José Bátiz Grajales, entonces empleado en la oficina central de un banco, en mangas de camisa, remando en una lancha por las tranquilas aguas de nuestro no muy grande, pero sí muy visitado lago de Chapultepec, ese sí rodeado de ahuehuetes. De pasajeros de la lancha, mis hermanos y yo.

Pero en el resto de la ciudad, la verdad es que, salvo algunas pocas avenidas y unos escasos parques, precia un desierto; la ciudad era una gran plancha de concreto y asfalto.

La vida se va volando; décadas después, convertido ya primero en político de oposición y luego en servidor público, en tanto que la ciudad se convirtió en una urbe gigantesca, según algunos, la más grande del mundo, y contra las predicciones de muchos y en buena medida gracias a “los varejones de don Octavio”, en una ciudad arbolada, muy arbolada, especialmente en las colonias al sur del bello e histórico primer cuadro, mitad colonial, mitad moderno.

Ahora, para ir de mi casa al trabajo, atravieso tres alcaldías y por ser andarín consumado, puedo estar satisfecho de ver que los árboles abundan y cumplen funciones de ornato, de sombra, pero principalmente de apoyo para que los citadinos tengamos aire puro; presumo siempre de ser originario y habitante de “la ciudad más grande y hermosa del mundo” y más por que sus árboles son ahora incontables.