l gobierno federal ha emprendido una gran apuesta territorial: el “Plan Michoacán por la Paz y la Justicia”. Se proyecta como un plan integral donde la inversión en infraestructura hidráulica y carreteras, será uno de los supuestos antídotos contra la violencia. El designio parece ambicioso en el papel, pero en la práctica parece más una peligrosa inversión para el disfrute del crimen organizado.
Michoacán es un territorio donde los cárteles han redefinido el coto de poder, en el que cada industria coexiste con los grupos criminales que diversificaron sus fuentes de ingreso, con la brillante ausencia de las autoridades. En este contexto, pretender que la infraestructura preceda al Estado de derecho no es un plan ambicioso, es ingenuo.
El primer punto ciego del Plan lo constituye la secuencia de implementación. Todo proyecto de infraestructura requiere, antes que excavadoras y cemento, contar con cimientos firmes de gobernabilidad. Sin un marco normativo sólido, los proyectos colapsan. Al no comenzar con restaurar el Estado de derecho y luego construir, el designio se traduce en una improvisación de obra pública, carente de estrategia. Simplemente, en un inicio los contratistas podrán sufrir del gravamen criminal de “derecho de piso”.
El segundo punto ciego es el debilitado aparato institucional estatal. La administración arrastra décadas de una mermada capacidad estructural, en el que se manifestarán las malas prácticas en contrataciones públicas, como los sobreprecios, la manipulación de licitaciones, la opacidad en la ejecución de los contratos, la corrupción, los conflictos de interés y deficiencias en la rendición de cuentas.
Se configura un ilógico fenómeno: mientras más recursos se inyecten sin gobernabilidad, mayor será el botín para las organizaciones criminales. Estos grupos no se dedicarán al bloqueo de obras, sino a su control sigiloso mediante la extorsión y la infiltración en las redes de suministro.
La experiencia en Guerrero y Tamaulipas debería servir de alerta: cuando la infraestructura llega a territorios sin ley, termina fortaleciendo a las asociaciones delictivas. Las carreteras terminan funcionando tanto para el transporte legal como para el ilegal. El derecho humano a una infraestructura suficiente y útil es de medular importancia, por ser un vehículo para alcanzar otros derechos humanos básicos. Los desastres naturales recientes mostraron la importancia de contar con una infraestructura que resista la embestida de los elementos naturales y, sobre todo, que sea manejable debidamente por entidades públicas del estado democrático.
El Plan Michoacán enfrenta un dilema que se replicará en otras zonas del país, ante los proyectos que vendrán: demostrar que el desarrollo puede vencer a la violencia, o ser un monumento a la improvisación propagandista. La historia indica que se apunta a lo segundo. A menos que se impongan los candados contractuales, la supervisión permanente y transparentada, y contar con órganos supervisores independientes a esos operarios. La idea de que una institución se revise a sí misma suele fallar.
Michoacán merece un desarrollo sustentado en estrategia, no solo propagado en el discurso. Merece infraestructura, pero no a costa de fortalecer a quienes someten a los operarios y a los otros usuarios. El riesgo del plan no es que falle, sino su éxito distorsionado: que funcione tan bien para las redes criminales que termine por consolidar su dominio en la economía formal. Esto sería un triunfo más para la delincuencia organizada y una derrota más para el Estado de derecho.
* Colegio Nacional de abogados en proyectos de infraestructura. CONAMAPI












