Opinión
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Guillermo Merino, poeta
H

ace medio siglo, descubrí el verano de París, una de esas tardes cuando el día se alarga y roba terreno a la oscuridad. Daniel Leyva me presentó en esa época a quien era su mejor amigo parisiense: Guillermo Merino. Ambos llevaban ya algunos años en Francia y estaban acostumbrados a los días que se eternizan a mediados de año, así que sonrieron al ver mi asombro ante un fenómeno para ellos normal y para mí casi milagroso.

Con el paso de los atardeceres pasados, entre pláticas, cafés y caminatas, fui forjando con Guillermo, a quien llamábamos Willy, una amistad que duraría 50 años. Debo decir que fui conociéndolo poco a poco. Guillermo no era una persona desconfiada, pero no se abría con facilidad a los otros. Observaba con perspicacia antes de pronunciar una frase y, sin ser parco, parecía preferir escuchar que hablar.

Argentino de nacimiento, solicitó durante varios años la nacionalidad francesa antes de lograr obtenerla con la llegada al poder de un presidente socialista: François Mitterrand. El día que la obtuvo, gritó su dicha a cuanto conocido, e incluso desconocido, que pudo invitar una copa en el bar de la Palette, donde nos encontrábamos sin necesidad de cita un grupo de amigos.

Willy repetía hasta el cansancio, una y otra vez, que ahora podría votar. Sus ditirámbicas exclamaciones de dicha me desconcertaron y me hicieron preguntarme por las causas profundas de su exaltación. Pude comprender entonces que Guillermo, a diferencia mía, decidió quedarse a vivir en Francia desde que llegó de Argentina. Si alguna vez viajaba a Buenos Aires, sería sólo de paso durante una breve estancia. A diferencia suya, yo nunca elegí permanecer lejos de mi país. La idea de no volver a México ni siquiera me cruzaba por la mente. En efecto, venir de Argentina no era lo mismo que venir de México. A pesar de la corrupción reinante y de la primacía del mismo partido político que se imponía en las urnas contra viento y marea cada sexenio, la República Mexicana era una democracia, mientras Argentina oscilaba entre pugnas de peronistas, golpes de Estado militares y fallidos intentos democráticos.

Sin embargo, Willy no era un refugiado político. Había venido a París a causa, en parte, de una historia amorosa en una época en que su país no era precisamente una dictadura. No pudo, pues, solicitar asilo. Y creo que ni siquiera se le ocurrió hacerlo. Simplemente se quedó en París, adonde llegó buscando a Jean-Luc Godard, a Jean-Paul Sartre, a André Breton y los sitios por donde Julio Cortázar hizo caminar a la Maga en el París de Rayuela. Merino fue, sobre todo y contra todo, un poeta. Conocía de memoria los poemas de Pablo Neruda, algunas páginas de Macedonio Fernández, las Ficciones de Jorge Luis Borges, su ídolo.

No puedo ocultarlo, Willy padecía una incapacidad: le era imposible tomarse en serio y, en general, tomar en serio cualquier cosa. Un dejo irónico brotaba siempre entre sus palabras sin que él pudiera evitarlo. Tal vez por eso escribió pocas líneas a lo largo de su vida. Algunos de esos versos fueron publicados en un pequeño volumen.

Mariano Flores Castro, quien fue agregado cultural en la delegación mexicana de la Unesco, creó una colección de pequeños libros de poesía. El autor de uno de ellos fue Guillermo Merino. La poesía de Willy era lacónica, la palabra cargada de significado, explosión de la cosa nombrada: “En las letras de rosa está la rosa / y todo el Nilo en la palabra Nilo”, recitaba a menudo quien fue un poeta, uno verdadero, tan raro cada siglo.

La ironía de Willy, su incapacidad para tomarse en serio, lo acompañó hasta el final de su vida. Hospitalizado a causa de un problema motriz que provocó varias caídas, hablábamos por teléfono. Su voz siguió dejando oír el eco irónico que lo hacía sonreír, e incluso reír con suavidad, de su situación. Monique, su amada esposa, me dijo que murió con una sonrisa en la boca.

Sin duda, sonríe ahora desde la constelación de poetas.