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Dos huracanes pasan por Cuba
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locuente paradoja. El 29 de octubre pasado dos personas murieron en Nueva York, atrapadas en un sótano, por las lluvias de otoño; ese mismo día atravesó el oriente de Cuba el peor huracán que se recuerde en décadas, sin un solo fallecido.

La diferencia no es accesoria. Se explica por la capacidad de organización de un país entrenado para enfrentar anualmente la temporada ciclónica, cada vez más feroz bajo el impacto del cambio climático. En el Caribe, una región castigada en exceso por los fenómenos naturales, siete de cada 10 personas viven cerca de la costa y casi todas sus ciudades importantes están a menos de 1,5 kilómetros del mar.

“La maldita circunstancia del agua por todas partes”, a la que se refería el poeta Virgilio Piñera al evocar a Cuba, se hizo dolorosamente cierta. Una semana después del paso de Melissa, el saldo material es demoledor. El este de la isla, donde están las provincias de Santiago de Cuba, Guantánamo, Holguín, Granma y Las Tunas, concentra las redes fluviales más densas del país –como las cuencas del río Cauto y del Toa– en áreas montañosas donde confluyen decenas de corrientes menores que, en estos días, tienen crecidas históricas.

En apenas 24 horas, los embalses de esa zona recibieron más de 100 millones de metros cúbicos de agua. El Cauto salió de su cauce y subió hasta los techos de las viviendas. Más de 240 comunidades quedaron incomunicadas por las inundaciones, los deslizamientos y los cortes de las redes de telecomunicaciones. Con vientos máximos sostenidos de alrededor de 195 kilómetros por hora, miles de casas perdieron sus cubiertas y estructuras, mientras carreteras destruidas en la costa sur de Santiago –incluido el puente de Uvero, arrastrado por el mar– dejaron caseríos aislados durante días.

Muchos coinciden en que Melissa es el huracán más devastador desde Flora (1963), cuando mil 800 personas murieron bajo las lluvias torrenciales. Hoy, gracias al sistema nacional de Defensa Civil, reconocido por la ONU como uno de los más eficientes del mundo, Cuba ha logrado reducir las víctimas mortales a cero. En sólo 48 horas, más de 700 mil personas fueron evacuadas de manera ordenada, mientras escuelas, centros laborales y viviendas particulares se transformaban en refugios, y las comunicaciones de emergencia y los simulacros previos permitían anticipar los escenarios.

A pesar de esa eficacia, la catástrofe es visible. El coordinador residente de la ONU para Cuba, Francisco Pichón, informó que alrededor de 2 millones de personas enfrentan grandes necesidades: refugio, alimentos, agua potable y atención médica. “Cuba necesita un amplio apoyo internacional –dijo–, pero ha sido excluida de las instituciones financieras internacionales debido al bloqueo y a las sanciones estadunidenses. Esto dificulta enormemente el financiamiento de la respuesta ante el desastre”. Sus palabras reflejan que sobre la nación caribeña no ha pasado un solo huracán, sino dos – Melissa y el bloqueo–, uno natural y otro político y económico, ambos devastadores.

Sin embargo, frente al aislamiento que pretende Washington, la solidaridad se mueve. Numerosos países y organizaciones internacionales, además de los gobiernos locales, los familiares dentro y fuera de la isla y la ciudadanía en general se han movilizado para hacer llegar ayuda a los damnificados. En muchos barrios del occidente y el centro de Cuba aún están activos los puntos de recogida de ropa, medicinas y alimentos, y la vecinería comparte con sus hermanos del oriente lo poquito que tiene.

Mientras tanto, del otro lado del estrecho de la Florida, el discurso ha sido tan predecible como cínico. Marco Rubio, secretario de Estado de Estados Unidos, publicó inicialmente un mensaje sobre los estragos de Melissa en Jamaica, Haití y República Dominicana. No mencionó a Cuba. Al día siguiente, ante la evidencia de la devastación y la presión mediática, el Departamento de Estado anunció una “declaración de asistencia humanitaria para Cuba”, aunque sin precisar cómo se haría efectiva. Demoró varios días en aclarar que canalizarían la ayuda únicamente a través de la Iglesia católica cubana y Cáritas, con lo cual negó toda cooperación con las autoridades cubanas bajo el pretexto venenoso de “tender una mano al pueblo, no al régimen”. Una ayuda tardía y condicionada, que ha recordado a los cubanos que hasta el más elemental gesto de humanidad puede tropezar con el sinsentido del bloqueo.

Cuando Melissa iba ya en retirada, un reportaje de la Televisión Nacional mostró a varios vecinos de Santiago de Cuba, que habían sido albergados preventivamente, ante los escombros de lo que fueron sus casas. Unos a otros se consolaban con un “¡Estamos vivos!”. Y en una isla golpeada por un huracán de paso y otro estacionario, esas dos palabras son una formidable victoria.