a voz de las y los trabajadores del campo mexicano se escuchó fuerte y clara durante la última semana de octubre. Las carreteras de Guanajuato, Michoacán, Hidalgo, Tlaxcala y Sinaloa fueron el portavoz donde campesinos bloquearon vialidades para exigir justicia y dignidad para quienes son el alma productora de la soberanía alimentaria nacional. Definitivamente, estas protestas no son un capricho ni un acto aislado: representan la legítima demanda de reconocimiento para un sector que se encuentra en deuda histórica, a pesar de ser la columna vertebral de la riqueza material y las materias primas fundamentales para el desarrollo y la alimentación básica de las y los mexicanos.
El problema del campo mexicano es severo y profundamente estructural, de ahí que la deuda con el sector sea histórica. Aunque los ejidatarios y productores exigen un precio de garantía de 7 mil 200 pesos por tonelada de maíz, el gobierno encabezado por la Secretaría de Agricultura ofreció un acuerdo de 6 mil 50 pesos. Además, se acordó un apoyo directo de 950 pesos por tonelada que proviene de subsidios federales y estatales para productores con hasta 20 hectáreas y un límite máximo de 200 toneladas; si bien representa un alivio, sigue sin resolver plenamente la rentabilidad de los campesinos.
Este escenario refleja la falta de reconocimiento que históricamente los gobiernos han tenido por el campo y por quienes lo trabajan, cuyo papel esencial no es debidamente valorado ni apoyado. Cada año, a pesar de producir el maíz que alimenta a México, los campesinos reciben pagos inferiores y deben competir con importaciones de grano transgénico que desplazan a la producción nacional. Además, enfrentan condiciones injustas en el mercado, con acaparadores y coyotes que venden el maíz comprado al productor hasta cinco veces más caro. Los precios que reciben, de dos a cuatro pesos por kilo, apenas superan los niveles de hace 30 años, mientras los insumos aumentan su costo exponencialmente.
La protesta campesina también demanda la exclusión de granos básicos (maíz, frijol, trigo y sorgo) del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá (T-MEC), pues consideran que dicho acuerdo ha afectado gravemente la producción nacional. Solicitan, asimismo, una reforma al artículo 27 constitucional para reconocer la propiedad social y la categoría de clase campesina, elementos vitales para garantizar justicia y dignidad.
No podemos perder de vista que el sector obrero del campo es la base y fuerza que sostiene toda la cadena productiva: su lucha y protesta son parte de un reclamo urgente que no debe ser ignorado. Esta situación es una oportunidad para implementar estrategias distintas a las usuales. En ese caso, podemos retomar bastantes cosas del manejo en el sector agrario que tiene el Reino Unido. Un buen ejercicio de política comparada comienza, entonces, con un contraste de estrategias. Comparando el caso con el país europeo, es evidente que México posee un mayor potencial agrícola, pero parece que falta voluntad política para explotarlo adecuadamente. Así, tras la salida de la Unión Europea, el Reino Unido implementó el esquema ELMS (Environmental Land Management Scheme), que remplaza los subsidios anteriores por pagos directos a los agricultores para conservar el medio ambiente, mantener la biodiversidad y garantizar la seguridad alimentaria. Esto permite a los productores británicos mantener rentabilidad incluso si el mercado cae. En contraste, en nuestro país los apoyos como Producción para el Bienestar o Precios de Garantía no cubren el costo real, y su entrega es limitada y desigual.
En esa línea, la estructura de mercado agrícola en el Reino Unido se basa en cooperativas y contratos fijos con supermercados regulados, lo que ofrece estabilidad y negociación colectiva para los agricultores. En México, el productor depende de intermediarios que imponen precios bajos y pagos retrasados. La falta de valor agregado también afecta a los campesinos nacionales, quienes sólo venden materia prima, perdiendo los márgenes que generan los procesos industriales en otros países.
El caso de los productores de caña de azúcar ilustra con claridad esta injusticia estructural, y aunque el Comité Nacional para el Desarrollo Sustentable de la Caña de Azúcar fija cada año un precio de referencia basado en el valor del azúcar que se obtiene de la molienda, en la práctica los cañeros reciben mucho menos por cada tonelada entregada. La incongruencia es que en el proceso de industrialización que convierte la caña de azúcar, los costos y los riesgos recaen sobre el agricultor, mientras las utilidades se concentran en los ingenios y en los intermediarios. Es un modelo que traslada el peso de la producción al trabajador del campo sin permitirle participar en las ganancias del valor agregado.
La política de precios en el Reino Unido incluye la vigilancia y posible intervención para proteger los ingresos mínimos del agricultor, mientras en México los precios de garantía son parciales y no garantizan estabilidad ni rentabilidad. Finalmente, aunque el Reino Unido produce menos alimento en volumen, mantiene políticas sólidas de sostenibilidad y consumo local, asegurando seguridad alimentaria y protección ambiental, mientras México no logra garantizar condiciones justas ni estables para su productor.
México podría aprender del modelo británico ELMS para implementar un esquema nacional de ingresos mínimos agrícolas que garantice un piso económico para los campesinos, independientemente de las fluctuaciones del mercado. Esta política permitiría que los productores agrícolas tengan estabilidad y certidumbre, disminuyendo la vulnerabilidad económica que hoy enfrentan a causa de precios bajos y la falta de un sistema de precios mínimos efectivos.
Fortalecer las cooperativas agrícolas en México es otra vía fundamental para mejorar las condiciones del sector campesino. Las cooperativas permiten a los agricultores compartir recursos, conocimientos y costos, reducir gastos individuales y fortalecerse como un bloque con mayor poder de negociación. Esto es especialmente importante ante la dependencia actual de intermediarios que vulneran el ingreso del productor. Además, las cooperativas facilitan el acceso a financiamiento, capacitación técnica y canales directos de comercialización, lo que contribuye a elevar la rentabilidad y sostenibilidad de las explotaciones agrícolas. Sin embargo, para que éstas sean exitosas, es necesario impulsar capacitación en administración, liderazgo y gestión, además de fomentar alianzas con universidades, centros de investigación y programas gubernamentales que apoyen su consolidación. En suma, un proyecto tal debe ser integral e involucrar a diversos sectores de la sociedad, del mercado y del gobierno.
La creación de contratos directos entre productores agrícolas, la industria alimentaria y las cadenas de distribución puede ayudar a eliminar intermediarios abusivos y garantizar precios justos y estables. Este tipo de acuerdos contractuales, regulados y transparentes, permitiría a los campesinos planificar mejor su producción y acceder a mercados con reglas claras, superando la actual desventaja en la que venden su materia prima a precios bajos y con pagos tardíos. Es indispensable que el gobierno facilite este proceso, estableciendo políticas que promuevan y regulen estos contratos para proteger a los productores.
Finalmente, sería interesante considerar la creación de un observatorio independiente de precios agrícolas que transparente los costos reales de producción, los márgenes de ganancia y la fluctuación de precios en el mercado. Esta instancia actuaría como una herramienta de vigilancia y regulación necesaria para evitar abusos y distorsiones en los precios, a la par de proporcionar información oportuna para la toma de decisiones gubernamentales, empresariales y campesinas. Un sistema así incrementaría la equidad y la justicia en la cadena agroalimentaria.
Es urgente que el gobierno y la sociedad reconozcan que sin campesinos no hay país, ni desarrollo ni alimentación digna. Es así de radical el asunto. El sector agrario es la base que sostiene la economía rural, la seguridad alimentaria y la cultura del país. Garantizar equidad, justicia y dignidad para quienes trabajan la tierra es una prioridad imprescindible que no puede seguir postergándose. Defender sus derechos es defender el futuro de toda la nación, porque la fortaleza y soberanía de México descansan en quienes producen la tierra. Estas acciones conjuntas contribuirían a un campo mexicano más justo, sostenible y próspero capaz de competir y desarrollarse en un mundo globalizado, sin dejar de proteger a sus actores fundamentales: las y los campesinos.











