Sábado 1º de noviembre de 2025, p. a12
El repentino adiós de un genio. Así fue el último suspiro del maestro Jack DeJohnette (1942-2025), quien se encontraba en su casa, en Woodstock, muy alegre, con su familia, subiendo fotos sonriendo en Instagran y en un de repente, tres días después, zaz. Murió en domingo y el mundo enmudeció.
Compositor, pianista, eligió la batería como medio de expresión para desde ahí establecer un nuevo orden mundial para la música.
Para quienes se sorprendían de que sus tambores cantaran, sus metales silbaran y la sencilla artillería de ese artefacto pareciera un cantante de ópera, él explicaba con paciencia y rectitud: el piano y la batería son percusivos, esa es su naturaleza. Ambos pueden cantar.
Y también por eso hay varios Jack DeJohnette: está el joven impetuoso que con su compañero de banca Roscoe Mitchell hizo levantar cejas de las buenas conciencias con su rebelde alboroto; está el joven maravilla que llamó la atención de otro genio mayor, el gran John Coltrane, quien se convirtió en la inspiración mayor de Jack DeJohnette cuando sustituyó a su baterista, el gran maestro Elvin Jones, por ese muchacho alucinado.
Entre los otros Jack DeJohnette que hicieron historia, me quedo con su etapa dorada junto a sus grandes amigos Keith Jarrett y Gary Peacock, dueños cada uno de los tres de un sonido poderoso para crear un nuevo sonido, único en el universo entero.
Así hablaban estos zaratustras:
Un oleaje hipnótico emerge desde el silencio y se tiende suave, amorosamente sobre las mentes y los corazones. La escobilla metálica recorre como caricias de ángel la espalda blanca de los tambores, cuero contra cuerdas, mientras una mujer ha cobrado forma de contrabajo y desnuda su silueta sinuosa en arpegios dulces y suaves y encima de este piso mullido tapizado de pétalos, las teclas blancas y lustrosas se hunden y emergen, entran y salen del aire como peces en vuelo sobre el oleaje calmo y suave, en acompasado diapasón y parecen recitar los versos de Valéry en su “Cementerio marino”:
Ce toit tranquille, où marchent
des colombes,
Entre les pins palpite, entre les
tombes;
Midi le juste y compose de feux
La mer, la mer, toujours
recommencée!
Y es que los tambores, las curvas de madera y las teclas del piano entonan entonces un himno a la vida y sus misterios en una pulsación cordial que estremece, canta y gime, danza y clama con esferas transparentes y brillantes que saltan sobre el teclado de la misma manera como una mariposa se ha posado sobre el mástil del contrabajo y encima del canto divisa una anacrusa que se tiende ligera y sutil sobre un paisaje poblado de belleza.
Es la música, que así se expresa.
Porque si Keith Jarrett está en el piano, es porque Gary Peacock está en el contrabajo y Jack DeJohnette en la batería. Jazzología, ciencia deductiva.
Trío Histórico. Con ese nombre es reconocido. Un referente.
Keith Jarrett creó este trío con la clara intención de investigar, reflexionar, crear arte a partir del concepto “standard” y lo dotó de energía vibrátil siguiendo el mismo procedimiento de Bob Dylan para hacer cantar a una multitud de ángeles, porque la etimología griega del elemento musical llamado “melodía” es “canto coral” y el objetivo central del Proyecto Trío de Stardards es cultivar la melodía como semilla de catedrales cantando a coro.
Esa etapa dorada terminó el 4 de septiembre de 2020 cuando Gary Peacock abandonó el cuerpo físico, luego de que Keith Jarrett hubiese abandonado el barco víctima de dos embolias. Pero la historia ya había registrado el trabajo de estos tres gigantes como uno de los episodios más hermosos.
Gary Peacock es una divinidad cuyas virtudes consisten en causar intensidades antinómicas, aparentes paradojas que juntan los extremos opuestos: hielo y fuego, oscuridad y luz, estrépito y silencio.
        Es un dios callado por la naturaleza de su canto: el contrabajo acústico no grita, susurra, no alardea, musita, no mueve a otra cosa sino a la conmoción, al rapto místico, al estremecimiento.
Peacock vivió una larga temporada en Japón, donde estudió budismo zen y lo practicó toda su vida, estudió también filosofía occidental y transmitió esos conocimientos a sus hermanos Jack DeJohnette y Keith Jarrett, con quienes construyó mandalas durante treinta años.
El trabajo de Gary Peacock durante esas tres décadas consistió en un rescate histórico: la recuperación del concepto “standard” como emblema interpretativo, como centro cerebral del gran concepto de la música de todas las eras: el arte de la improvisación.
El arte de la improvisación es un concepto filosófico, casi gnóstico.
El término “standard” cayó en lo peyorativo cuando se le asoció con el vocablo “cover”. A los dos, “standard” y “cover”, los medios de consumo desposeyeron de sus valores centrales, entre ellos el arte de la improvisación musical, y terminaron con un sentido ofensivo: si alguien toca un “standard” o hace un “cover”, está copiando, no está redactando, está haciendo copy paste.
Falso de toda falsedad.
En realidad, se trata de técnicas musicales elevadas, y de eso se encargaron Keith Jarrett en el piano, Jack DeJohnette en la batería y Gary Peacock en el contrabajo: a hacer del “standard” una obra de arte.
Gary Peacock gustaba en decir respecto de las piezas que así creaban ellos tres: “son como flores”.
La trayectoria de Jack DeJohnette es una límpida epopeya. El productor alemán Manfred Eicher, creador del mejor sello discográfico del orbe, ECM, se encontraba presenciando en Munich la proyección de su película Holozän, en la que Jack DeJohnette protagoniza la sección propela, la sección aúrea, la piedra de toque de la pieza titulada Éxtasis del álbum Changeless, de 1989, con Keith Jarrett y Gary Peacock, justo en el momento en que Jack DeJohnette agonizaba.
Dijo Manfred Eicher: “al salir de la sala se me había quedado en la cabeza la propela que había formado en oleajes Jack DeJohnette, impulsando desde sus tom toms al trío, como nunca y como siempre, con una extraña energía callada. Se quedó en mi cabeza para siempre”.
Eso dijo al enterarse de la muerte de su amigo DeJohnette.
Desde sus primeras andanzas, en Chicago, su mudanza a Nueva York como integrante del cuarteto de Charles Lloyd, donde se hizo amigo del alma de Keith Jarrett y su definición mejor, cuando Miles Davis adivinó su genio y lo jaló a su grupo (grabaron juntos uno de los mejores álbumes de jazz en la historia, Bitches Brew) y lo hizo exclamar en su autobiografía: “Jack DeJohnette me proporcionó profundidad y el groove donde tanto amé crear música”.
Jack DeJohnette creó álbumes ahora clásicos, producidos por Manfred Eicher, distinguidos por su toque sublime, su buen gusto, su sentido de la musicalidad, la fluidez de su pensamiento, la sutileza de sus texturas.
He aquí a un genio inmortal. Jack DeJohnette se consagró el domingo, cuando entregó el cuerpo físico, convertido en uno de esos músicos que serán reconocidos en primer lugar por los músicos, que son quienes mejor entienden las sutilezas del arte de la música y por nosotros los mortales, los escuchas, quienes desde aquí, escuchando sus discos, le rendimos honrosa reverencia.
Hasta siempre, maestro DeJohnette.
      
	
       
     










     
	         
	       