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Año y medio para que el sainete francés no acabe en tragedia
E

l guion, leído en frío, es un disparate de principio a fin. Sébastien Lecornu, nombrado primer ministro francés el 9 de septiembre, anunció la composición de su gobierno el pasado 5 de octubre. Al día siguiente, dimitió ante las críticas suscitadas entre propios y extraños. Era el cuarto primer ministro que acudía con la carta de dimisión al despacho del presidente, Emmanuel Macron, en año y medio. Veintisiete días en el cargo. Nunca, en los 67 años de la Quinta República, un primer ministro había durado tan poco. Pero había truco. A los cuatro días, Macron, militantemente obcecado en tropezar una y otra vez con la misma piedra, lo volvió a nombrar primer ministro. Un sainete.

Y sin embargo, la obra de teatro ha funcionado momentáneamente. Lecornu salvó el jueves dos mociones de censura –una de la extrema derecha de Marine Le Pen y otra de la izquierda de Jean-Luc Mélenchon– y en un mismo movimiento logró definitivamente dinamitar la convivencia en el seno de la izquierda, un objetivo prioritario del macronismo.

Recapitulemos: junio de 2024, elecciones al Parlamento Europeo. Con las urnas humeando 46 por ciento para el Rassemblement National (RN) de Le Pen, Macron se siente audaz y piensa: “Si Pedro Sánchez lo hizo un año antes, ¿por qué no yo?” Disuelve la Asamblea Nacional y llama a unas elecciones legislativas. El peligro de una mayoría absoluta ultraderechista es real, pero las izquierdas maniobran con acierto y arman un Nuevo Frente Popular en cuestión de días. Contra todo pronóstico, ganan con 182 diputados, seguidos de la coalición macronista (168) y con la extrema derecha engañosamente rebajada a 143 escaños. El sistema político francés tiene truco: el RN fue el partido más votado (37 por ciento), pero perdió muchas circunscripciones gracias al voto útil de un votante espantado ante la posibilidad de su victoria.

Al despropósito de convocar unas elecciones que sólo la extrema derecha pedía, Macron le sumó acto seguido el desatino de ignorar el resultado, lo que viene a recordar el carácter instrumental que la democracia tiene para el establishment encarnado por Macron. Cuando ganan opciones transformadoras, ya no nos gusta tanto.

Y así han ido sucediéndose primeros ministros y mociones de censura, fruto del contraste entre un presidente empeñado en gobernar sólo con los suyos y una Asamblea en la que no suma ni un tercio de los escaños. Si de frenar el auge de la extrema derecha se trataba, la lógica y un mínimo sentido democrático dictaban una apertura a la izquierda, que para algo ganó las elecciones, pero las obsesiones de un hombre pequeño con aires de grandeza son capaces de hundir un país. Ha tratado a la izquierda, en especial a La France Insoumise (LFI) de Mélenchon, como al RN, agarrado al mantra de que los extremos se tocan. Por lo visto, es lo mismo pelear por ampliar derechos que por restringirlos.

De hecho, en realidad no los ha tratado igual, porque por el camino ha intentado, sin éxito, cierta convivencia parlamentaria con la extrema derecha.

Así llegamos al desaguisado actual, en medio de un contexto que tiene todos los ingredientes de una crisis sistémica. Al caos político se suman las dudas sobre la economía, que no acaba de carburar. Los fantasmas del déficit y la deuda sirven para presentar como inevitables grandes recortes en el Estado de bienestar. Esta es la base del descontento contra Macron, que beneficia a la extrema derecha, pero también a la izquierda, cuando acierta. Las presidenciales serán en 2027 y Marine Le Pen sigue encabezando las encuestas.

Quedan, por lo tanto, 18 meses para saber si la extrema derecha llegará al poder en el único país de la Unión Europea con un botón nuclear. Año y medio es suficiente para revertir la tendencia, pero para eso hay que acertar. El fantasma del adelanto electoral ha sido conjurado esta semana, al salvar Lecornu las dos mociones de censura. Su gobierno, que tiene el siguiente reto en los presupuestos, echará a andar gracias al Partido Socialista, que se ha desmarcado del resto de las izquierdas. El precio pagado por Macron: suspensión de la polémica y contestada reforma de las pensiones, un impuesto extraordinario a los ricos –todavía por definir– y promesa de no gobernar por decreto, saltándose a la Asamblea.

La decisión en el seno de las izquierdas no era sencilla: o validar un gobierno que, pese a los gestos, sigue vetándolos, o apoyar un adelanto electoral con Le Pen en la pole. La decisión final ha sido la peor: dividirse. Las rencillas empezaron antes incluso de que se celebraran las legislativas, y en ellas se mezclan cuestiones ideológicas y personales. Los insumisos de Mélenchon son la fuerza mayoritaria y quieren a su líder de candidato. ¿Ser los más fuertes les da derecho? Lo preocupante, probablemente, es que todos andan buscando culpables de la división. Pero la única esperanza para Francia –y para Europa– pasa por que un candidato de izquierda logre pasar a la segunda vuelta y medirse en ella a Le Pen, retirando al macronismo de la ecuación. Las legislativas de 2024 marcan el camino. Cualquier otra cosa será seguir planchando la alfombra roja a la extrema derecha.