n tiempos de infodemia, ese pandemónium de signos desatados que corren más veloces que la verificación de toda información y que a menudo se reproducen sin contrastes ni crítica, el Informe presidencial se convierte en un acontecimiento semiótico cargado de tensiones, estereotipos, aburrimientos y dudas.
Un Informe presidencial, que debería servir como espejo de la relación entre un gobierno y la sociedad, pone a prueba la confianza en sus instituciones y la capacidad del gobernante para comunicar con transparencia a qué se dedica y en qué se gasta el dinero del pueblo, sin mediaciones manipuladoras. Pero también es un escenario de lucha donde se disputa la información. No es un simple ritual burocrático ni una mera formalidad constitucional, es un acto de comunicación política atravesado por luchas de clases, disputas de hegemonía simbólica y la pugna entre la verdad material de los procesos sociales y la manipulación mediática que busca desfigurarlos; transparentar la gestión y el gasto de los impuestos.
En la semiótica de su información, el Informe presidencial condensa, en pocas horas, una gigantesca operación de producción de sentido. El gobierno se coloca frente al pueblo para narrar el estado de la nación, cifras, proyectos, avances, deudas, pero lo hace bajo una escena saturada de filtros, la mediación de las cámaras, la edición televisiva, la traducción periodística y, sobre todo, la intervención sistemática de los aparatos ideológicos burgueses. El Informe no llega al pueblo como mensaje directo, sino como campo de batalla donde cada signo se convierte en arma de disputa. En tiempos de infodemia, los informes presidenciales sirven como instrumentos para disputar la interpretación de la realidad. El poder mediático hegemónico no descansa, aprovecha la saturación de noticias falsas, rumores y manipulaciones para desgastar la credibilidad del discurso oficial. El Informe presidencial, entonces, no se dirige sólo al pueblo, también interpela a la maquinaria mediática que lo intentará convertir en mercancía noticiosa, en espectáculo trivial, en caricatura desfigurada de lo que fue dicho.
Mientras más datos verificables ofrece un presidente o una presidenta –estadísticas de empleo, inversión, programas sociales– más ruido desatan los aparatos mediáticos burgueses que buscan ocultar lo esencial bajo la lógica del escándalo. La infodemia consiste precisamente en esto, en diluir lo importante con torrentes de lo accesorio, en sepultar lo significativo bajo la avalancha de lo irrelevante, en imponer una lógica de distracción constante que erosiona la atención colectiva. Los informes presidenciales deben ser comprendidos como ejercicios de verdad pública. No se trata únicamente de leer cifras, sino de disputar el sentido de los acontecimientos y de convocar a la memoria histórica.
El Informe no es un inventario neutral de hechos, sino un campo de batalla simbólica donde se decide qué se recordará como logro y qué como fracaso, qué se inscribe en la narrativa de nación y qué se invisibiliza. En ese acto se juega una semiosis colectiva o el pueblo reconoce en el Informe una herramienta de orientación crítica o se deja arrebatar la interpretación por las narrativas del poder mediático privado.
En los tiempos de infodemia, los informes presidenciales deben servir –si quieren ser verdaderamente útiles al pueblo– como dispositivos pedagógicos y emancipadores. Deben desarmar la madeja de mentiras, deben poner en evidencia la trama de manipulaciones, deben entregar al pueblo no sólo cifras, sino claves críticas para leer el presente y construir el futuro. De lo contrario, corren el riesgo de ser secuestrados por la lógica de la propaganda o de la ritualidad vacía, y en vez de iluminar, oscurecerán aun más la conciencia social, y ser circos de falacias. El desafío está en transparentar el Informe presidencial como acto de comunicación popular; no como discurso para convencer a los medios, sino como herramienta para empoderar al pueblo; no como evento aislado, sino como momento dentro de un proceso más amplio de diálogo social, donde cada ciudadano pueda contrastar lo dicho con su propia experiencia cotidiana. Esa es la única manera de que el Informe se vuelva antídoto contra la infodemia, en lugar de convertirse en otro de sus síntomas y engaños.
No es un acontecimiento “neutral” ni un simple trámite constitucional; es un campo de batalla donde se enfrentan la palabra gubernamental, las expectativas populares, las operaciones mediáticas privadas y las interpretaciones interesadas de sectores de poder. En ese choque se define no sólo la imagen del gobernante, sino la manera en que una nación entera percibe su presente y sus horizontes de futuro. Un Informe presidencial debería ser, en teoría, una rendición de cuentas, un ejercicio de transparencia mediante el cual el pueblo accede al estado material de su país. Sin embargo, en la práctica contemporánea, ese Informe se encuentra inmediatamente mediado por aparatos semióticos que lo resignifican. La televisión, la prensa, las redes digitales y los conglomerados de opinión lo convierten en un espectáculo fragmentado, seleccionan frases, editan imágenes, enfatizan contradicciones, ocultan logros, magnifican errores.
Lo que debería ser un instrumento de claridad pública se convierte, con frecuencia, en materia prima para la confusión organizada. Así opera la infodemia, tomando un signo, multiplicándolo con ruido, distorsionándolo hasta que pierde su capacidad orientadora. No basta con enunciar datos; es necesario construir herramientas críticas para que el pueblo pueda leerlos, interpretarlos y verificarlos en su experiencia. Un Informe que sólo ofrece cifras aisladas corre el riesgo de convertirse en material de consumo inmediato para la prensa; en cambio, un Informe que se enraíza en la memoria histórica y que conecta con los procesos concretos de organización popular se vuelve una herramienta de conciencia. La diferencia entre propaganda y pedagogía radica en la relación dialógica que se establece: propaganda es comunicación unidireccional, pedagogía es construcción compartida de sentido. No discursos desde arriba, sino actos de construcción semiótica compartida; no vitrinas de propaganda, sino laboratorios de verdad colectiva. Sólo así tendrá sentido la pregunta inicial, ¿para qué sirven los informes presidenciales? Sirven, si se los rescata de la infodemia, para construir un horizonte de comunicación liberadora donde la palabra presidencial sea, ante todo, palabra del pueblo. Todo lo demás es palabrerío de engaños.
* Doctor en filosofía