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Seis meses, una década
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edio año puede parecer un parpadeo en la vasta cronología de la historia global, un mero preludio en el drama de las relaciones internacionales. Sin embargo, los primeros seis meses de la segunda presidencia de Donald Trump se han sentido, para muchos, como una década entera. La magnitud de su impacto, la disrupción que ha engendrado y la redefinición de paradigmas que ha orquestado son tan profundas que el tiempo parece haberse distorsionado bajo su liderazgo.

Desde el primer día la administración Trump ha cimbrado la idea misma de la globalización. Los acuerdos comerciales multilaterales han sido desmantelados o puestos en tela de juicio, remplazados por una estrategia de negociación bilateral que prioriza los intereses nacionales por encima de la cooperación trasnacional. Este viraje ha obligado a empresas y gobiernos a recalibrar sus estrategias, anticipando un futuro donde la libre circulación de bienes y servicios ya no es una premisa inquebrantable, sino un privilegio a negociar.

En el plano geopolítico, la administración Trump ha fortalecido la posición de Israel en Medio Oriente de una manera sin precedentes. Esta política, si bien alineada con ciertos sectores ideológicos de Estados Unidos, ha tenido un costo humano y político devastador. La situación en Gaza, con su incesante ciclo de violencia y su población civil sometida a un sufrimiento inimaginable, es un testimonio de las consecuencias de una diplomacia desequilibrada.

La priorización de alianzas estratégicas, sin una consideración plena de las repercusiones humanitarias y de la estabilidad regional a largo plazo, ha creado un polvorín cuyo impacto se sentirá por generaciones.

Para México, la segunda presidencia de Trump ha significado una intensificación de la hostilidad. De socio comercial y vecino vital, México ha sido recurrentemente convertido en el adversario preferido, un chivo expiatorio para la retórica nacionalista. La demonización de los mexicanos en Estados Unidos y la implementación de políticas migratorias draconianas han desatado una verdadera cacería que combina la teatralidad política con una crueldad manifiesta y deliberada.

Pero, a seis meses en el poder, ¿cómo le va al presidente Donald Trump en términos de opinión pública, quitándonos el sesgo nacionalista y las pasiones que su figura despierta? Es fundamental recurrir a las encuestas, instrumentos imperfectos pero valiosos para medir el pulso del sentir ciudadano.

Gallup reporta una caída significativa, con la aprobación de Trump descendiendo a 37 por ciento, su punto más bajo en este segundo mandato. Esta disminución se atribuye en gran parte a la pérdida de apoyo entre los votantes independientes, cuya aprobación ha bajado a 29 por ciento. Ipsos mantiene su índice de aprobación en 41 por ciento, con 54 por ciento de desaprobación, mientras la Marquette Law School Poll lo sitúa en 45 por ciento.

Particularmente revelador es el desempeño de Trump entre la comunidad latina, un sector de la población que, duele decirlo, fue un fiel de la balanza en su victoria de 2024. Si bien en las elecciones recibió un apoyo considerable, las encuestas más recientes muestran un patrón de disminución en su aprobación. Según Emerson College Polling, la aprobación de Trump entre los hispanos se sitúa en 38 por ciento. Más preocupante para la administración es el estudio de Equis Research, que indica que sólo 38 por ciento de los votantes hispanos aprueba el desempeño de Trump, mientras que 60 por ciento lo desaprueba. El futuro inmediato de la presidencia de Trump estará marcado por la batalla por el Congreso en 2026. Ganar estas elecciones de mitad de periodo será fundamental para mantener el ímpetu y el poder que detenta hoy. La mala noticia para todo aquel que hoy no comulgue con su agenda, para aquellos que anhelan un retorno a la estabilidad, la cooperación y una política exterior más predecible, es que Donald Trump no puede relegirse en 2028. Esta circunstancia elimina cualquier incentivo para que matice sus posiciones o equilibre la vorágine que hasta hoy ha sido su administración.

Sin la presión de una futura campaña electoral, es probable que la segunda mitad de su segundo mandato sea una amplificación de lo que hemos visto: una intensificación de sus políticas más controvertidas, una profundización de la polarización y una continua redefinición de las normas internacionales. La próxima década, de facto, ya ha comenzado, y está siendo forjada, para bien o para mal, en el crisol de la presidencia de Donald Trump, quien, no lo dudemos, solamente sabe doblar apuestas.