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Carlos Monsiváis
N

os vemos, Yo te busco, Te hablo en la semana, Paso a tu casa, Llámame mañana, El jueves te lo tengo son haikus de 17 sílabas que empezaron a proliferar a partir de 1957. “En el Kiko’s, a las 10 para desayunar, te espero sin falta mañana”.

A la cita acudía tu fantasma. Marcaba tu número, fingías la voz, hablabas como Sara García. ¡Ya chole, Monsi, no te hagas, todos sabemos que sos vos! Pasaron los años y hoy agobiados, por tu ausencia, quisiéramos oír tu risa. Al cabo del tiempo, y después de consultar a Rafael Barajas El Fisgón, concluí que era más fácil que una bomba hiciera volar el Monumento a la Revolución a que cumplieras tus promesas.

A pesar de que Monsiváis nos precipitaba al fondo del abismo, exactamente en el instante en que decíamos: ahora sí se acabó en esa hora rencorosa, se producía el rescate. Una llamada providencial de San Simón nos regresaba al principio. El ¿cómo estás? cálido y casi cantado (porque Monsi tenía muy buena voz y cantábamos hasta en inglés) reabría la compuerta y todo era recomenzar.

¿Qué instinto lo guio? ¿Qué ángel de la guarda lo hizo marcar el número esperado? ¿Cuál fue su catecismo para amigos remisos? Carlos Monsiváis, ustedes lo sufrieron en carne propia, fue motivo de desvelo de quienes lo amamos y lo odiamos en una misma respiración, pretendimos sacarlo de nuestra vida antes de que él nos sacara de la suya.

Hay hombres así únicos e indispensables. Carlos Monsiváis lo fue para nuestra zozobra cotidiana. Buscamos su aprobación y su juicio. Octavio Paz escribió que Monsiváis era un cortador de cabezas: “El caso de Carlos Monsiváis me apasiona: no es ni novelista ni ensayista, sino más bien cronista, pero sus extraordinarios textos en prosa más que la disolución de estos géneros, son su conjunción. Un nuevo lenguaje aparece en Monsiváis –el lenguaje de un muchacho callejero de la Ciudad de México–, un muchacho inteligentísimo que ha leído todos los libros, todos los cómics, ha visto todas las películas. Monsiváis: un nuevo género literario...”

Cuando el poeta Alí Chumacero entregó a Monsi el premio Xavier Villaurrutia, en febrero de 1996, por Los rituales del caos, Octavio Paz asistió encantado y declaró que sería infinitamente más triste y pobre la vida de los mexicanos desde los años 60 hasta la fecha si no leyéramos y nos guiara esta pluma intensamente lúdica y moral.

Al dar las gracias por el Villaurrutia, Monsiváis hizo reír imitando las dedicatorias que los inocentes escriben en sus tesis profesionales: A mi padrino de generación, el licenciado Guillermo Ortíz, aliento, norma y luz de mi carrera o Al licenciado Arsenio Farell, cuya generosidad no es de esta época.

Si yo repitiera lo que decía Monsiváis de cada uno de nosotros, se quedaría San Simón, el de la columna en el desierto, petrificado de horror por los siglos de los siglos. Lo único que me consuela es que Schopenhauer, Nietzsche, Norman Mailer, André Gide y el mismo Joyce utilizaron la misoginia, según creo, para contrarrestar el poder de su veneno.

¡Qué mala eres! ¡Qué mala eres!, conocí a Monsiváis en 1957 en la esquina de Bucareli y Reforma, corazón del periodismo, al lado de José Emilio Pacheco. Siempre los vi delgadísimos, ágiles, implacables consigo mismos (mi texto es un bodrio, decía Monsi; mis poemas van a ser pulverizados con toda razón por Alí Chumacero, auguraba José Emilio). Ambos de pelo oscuro, mordaces, traviesos, anteojudos tomaban café y se leían en voz alta lo que calificaban de engendros o bodrios. Ambos eran poetas y escribían en Medio Siglo y en la revista del ginecólogo Elías Nandino, quien heroicamente la paría y la bautizó Estaciones. Desde entonces, los tres nos quisimos mucho porque nos unió la risa y nunca nos hicimos confidencias. Monsiváis se sintió obligado a medio quererme por orden de su madre, doña Ester, pero sin su intervención estaría yo varios metros bajo tierra en la fosa de la maledicencia monsivaisiana.

Como todos sabíamos que era punzante y taimado, se transformaba en una suerte de cordial virtuosismo que ejercía relamiéndose como el gato de Cheshire, que sonreía a la incauta Alicia enseñando sus dientes en el país de las maravillas. De que el rostro de Monsiváis se hizo cada vez más felino, sus carcajadas telefónicas más próximas al maullido, lo comprobamos quienes lo amamos y vimos cómo se blanqueaban prematuramente sus cabellos y se afilaban sus uñas. A medida que pasaba el tiempo Monsiváis se parecía cada vez más a sus gatos hoy desaparecidos: Rosa Luz Emburgo, Ansia de Militancia, Eva Sión, Fetiche de Peluche y Fray Gatoslomé de las Bardas.

Dialogamos casi hasta el día de su muerte y nuestro encuentro se dio a sus 28 años:

–¿Por qué nunca hablas de mujeres?

–¿Qué?

–¿Por qué nunca hablas de mujeres?

–¿Qué es eso?

–Carlos, deja de burlarte. ¿Por qué no hablas de mujeres?

–Bueno, porque soy misógino y porque no veo...

–¿Qué es misógino, Carlos? –interrumpí.

–El que odia a las mujeres, ¿no?

–¿Las odias, Carlos?

–No, lo que te he dicho es que no hay mujeres importantes funcionando en México en este momento. Está Rosario Castellanos, que es excelente poeta y mala novelista…”.

En ésa época, ni soñar en que Claudia Sheinbaum sería nuestra Presidenta, cosa que a Monsi le habría encantado.

Muy joven, y al conocer a Marta Lamas, su misoginia confesa no le impidió apoyar decisivamente la causa de las mujeres. Desde entonces se convirtió en un defensor absoluto e indispensable de la niña Paulina, en Mexicali –a quien a los 13 años se le negó un aborto legal en toda Baja California. Parodiando a un jerarca de la Iglesia que opinaba que las mujeres debían evitar la minifalda y los escotes para no ser violadas, Monsiváis aconsejó a nuestras hermanas de sexo que salieran a la calle sin cuerpo. Colaboró con Marta Lamas en la revista Debate Feminista, acudió a cuanto acto o conferencia lo invitó su bien amada feminista, y nadie lo lloró tanto en Bellas Artes como las que conformábamos la revista fem., en la que también colaboró.

Imprescindible piedra en el zapato de la vida en México desde la década de 1950 hasta la fecha, Monsiváis se distinguió como el autor no sólo de célebres crónicas, sino del análisis político de nuestra cotidianidad. Nada de lo que ocurría en el país escapó a su mirada. La primera mitad del siglo XX es de José Vasconcelos, Alfonso Reyes y Salvador Novo, como la segunda es de Octavio Paz y Carlos Fuentes, y la tercera, más popular y cercana, la de Carlos Monsiváis, (éste último entre otros, como él diría). Irreverente, cáustico, agudo, crítico, su mente mantenía una relación natural y perfecta con su prosa. Trátese de crítica de arte o de coyuntura política, todo lo que salía de la mente monsivaisiana estuvo teñido por dos virtudes que no siempre se acompañan tan bien como en su caso: la inteligencia y el humor. Por eso, cualquier comentario sobre su obra-vida estaría incompleto sin su sagacidad, su sentido del humor, que lo emparentó con la escuela de Swift, siempre irónico y jamás condescendiente. Todas las figuras públicas pasaron por el paredón de su agudeza y todo político leyó religiosamente Por mi madre, bohemios. El humor fue, en Monsiváis, crítica social, desenmascaramiento de la falsedad y del ridículo. El humor en Monsiváis tuvo un sentido crítico insuperable. Todo humorista es primero un moralista, escribió Monsi en alguna ocasión.

Con 32 años de aparecer cada lunes, primero en México en la Cultura y a partir de 1985 en La Jornada, muchos fanáticos de Por mi madre, bohemios coincidimos con la anónima R., voz de la lucidez y la razón. Tan imprescindibles como los anteojos que escondían su malevolencia, eran sus comentarios sobre acontecimientos culturales, sociales y políticos que pasaron a la historia como la bitácora cotidiana del ingenio monsiváisiano.

La Jornada publicó en 1996 Por mi madre, bohemios, libro ilustrado por El Fisgón, amigo y compañero bibliófilo y anticuario durante años del ya mítico Monsiváis. El difunto panista José Ángel Conchello declaró entonces: Es un malvado, pero uno le aplaude todo lo que dice porque la agudeza con la que destruye a propios y extraños, tirios y troyanos, izquierdas y derechas, es admirable. Cuauhtémoc Cárdenas explicó que su candidato a la Presidencia sería Carlos Monsiváis, y todavía hoy festejamos que el subcomandante Marcos le encomendó su espíritu.

En Por mi madre bohemios, los priístas eran sujetos constantes de su sátira, y los gobernadores de estado se cuidaron de no hacer declaraciones demasiado folclóricas. Monsiváis, feroz con las autoridades eclesiásticas, con los diputados, los senadores y los columnistas, siempre estuvo al lado de las minorías. Lo que más aportaron a su cosecha de estupidez fueron los detentadores del espacio público a quienes clavó con un alfiler, así como la figura monsivaisiana hizo las delicias de los caricaturistas, empezando por su entrañable amigo Naranjo. Monsiváis coleccionó caricaturas, pinturas, miniaturas, libros preciosos en La Lagunilla y a los mercados de viejo y fue más allá: donó todas sus colecciones a El Estanquillo, que visitamos con un alegre: “Hoy domingo, vamos a ver a Monsi”.