
ste diario apenas publicó la noticia: el miércoles pasado falleció José Xavier Návar, más bien conocido como Pepe Návar. Como era un personaje, más que una persona, la sensación fue como cuando muere un personaje de cómic. Fue lamentable, pero como que seguía vivo. Al menos en nuestro afecto.
En su relato titulado originalmente El apóstol del rock, Juan Villoro parecía haberse inspirado en su imaginación para describir a un personaje excesivo e improbable llamado Güicho. Pues no. Los excesos eran reales. Se trataba de una descripción cabal de Pepe Návar y sus frenéticas actividades cotidianas en torno al rock y otras pasiones.
Así era Pepe. Yo lo conocí en 1973, cuando los dos cursábamos la carrera de Periodismo y Comunicación Colectiva en la facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. De entrada, me cayó bien por sus manifiestas pasiones que vociferaba con su voz aguda. Sin ningún orden en particular, ésas eran el cine fantástico, el rock (con una especial devoción por el grupo británico The Zombies), el futbol americano (entonces su equipo eran los Pieles Rojas, en su versión nacional y gringa, los que ahora se llaman los Commanders de Washington), los cómics (el de Dick Tracy, sobre todo), la lucha libre y un largo etcétera. Hasta el asesinato de John F. Kennedy y el Holocausto judío lo obsesionaban.
Generoso, como buen Leo, Pepe me prestaba discos que consideraba esenciales. Gracias a él conocí a Frank Zappa y The Mothers of Invention, y en el colmo de la generosidad me prestó toda su discografía hasta esa fecha en orden cronológico. Los entusiasmos de Pepe eran contagiosos. En una ocasión ambos incluso hicimos un sesudo trabajo sobre el disco We’re Only In It For the Money ( Sólo lo hacemos por dinero) para la materia de Sociología de la Comunicación o algo así, impartida por la maestra Silvia Molina (de quien todos estábamos enamorados). Sacamos MB.
Esa obsesión por los discos de rock nos llevó también a acciones kamikaze. Como consecuencia de la devaluación del peso, al final del gobierno de Echeverría, los discos importados se volvieron carísimos. Pues bien, a Pepe se le ocurrió la peregrina noción de que saldría más barato hacer un viaje relámpago en coche a Laredo y comprarlos allá. Sin más miramientos, nos lanzamos con otro amigo de Pepe, el dentista Charly Jasso, a recorrer el tramo en un día.
De regreso y antes de llegar a Monterrey, sufrimos un aparatoso accidente de carretera. Recuerdo la secuencia de movimientos violentos y ruidos como en cámara lenta (¡Peckinpah tenía razón!). El Volkswagen amarillo de Pepe parecía no detenerse jamás. Cuando finalmente se detuvo, el vocho estaba volteado llantas p’arriba. Salimos vivos e incólumes de milagro. El coche fue pérdida total. (Y por si se preocuparon, los discos sí llegaron bien).
En ese tiempo, Pepe se volvió mi sherpa para todo tipo de excursiones culturales. Me guió por el submundo ilegal de Tepito, desde luego (aún no existía el Tianguis del Chopo. ¡Ni siquiera existían los videos caseros!). Me llevó a las luchas libres. Y gastronómicamente me reveló taquerías incógnitas.
Mucho le debo a Pepe Návar. Se lo agradeceré siempre.
X: @walyder