ario Vargas Llosa murió el domingo 13 de abril de 2025, 13 años después de la desaparición de Carlos Fuentes, 11 años después de la de Gabriel García Márquez y 41 años después del parisino Julio Cortázar nacido en Argentina que amamos todas las mujeres que aspiramos a ser La Maga. Vargas Llosa era el último de los exponentes del boom latinoamericano.
Llega un momento en la vida en que una se da cuenta de que los únicos personajes públicos, los únicos creadores, hombres y mujeres, que destacan en cualquier campo son los que atraen la pasión pública tanto por su creación como por su vida. Los demás, los diletantes, los amateurs, los que se dispersan, los que no logran concentrar la atención ni abrir un surco en el campo de la literatura, nos dejan una irremediable sensación del tiempo perdido
que tanto ponderó Marcel Proust. Por eso, hablar con Mario Vargas Llosa en París (y después en México) resultó muy gratificante, aunque la mejor conversación se dio cuando lo conocí en París, en 1955, con la tía Julia. Todavía oigo el tono con el que me dijo: He sufrido lo indecible con esta novela
, a propósito de La ciudad y los perros, y tuve la certeza de que el Vargas Llosa de La ciudad y los perros era un poseído.
A su lado, Alejo Carpentier –que muchos han proclamado el mejor novelista latinoamericano– escogía sus palabras y exotizó
nuestro continente para que Europa lo descubriera y lo amara. Carpentier fue un extraordinario guía en nuestra selva, mientras este muchacho de 29 años incendió al viejo continente. Así lo conocí en París, cuando escribía como obseso a lado de su tía Julia, a quién nunca vi.
En ese encuentro en la embajada de México en París, Vargas Llosa habló de prisa y luego me dio cita en algún café, cuyo nombre olvido. La entrevista habría de publicarse en una plaquette que no encuentro en el librero. La ciudad y los perros llamó la atención y a raíz de ese triunfo, Vargas Llosa abrió las compuertas de su gran talento. Varguitas
(como él decía que lo llamaban) olvidó el mísero pain au chocolat
en el café de la esquina y los programas radiofónicos que le permitían vivir en París como también habría de hacer vivir más tarde el mexicano Fernando del Paso, quien escribía José Trigo.
En ese 1954 lo entrevisté por primera y única vez, porque en México sólo lo volví a ver en una cena que le ofrecieron Alfonso García Robles, Premio Nobel de la Paz en 1982, y su esposa peruana, Juanita de Szyszlo (hermana del pintor Fernando de Szyszlo).
–Déjame que te cuente mi nueva novela: La casa verde. ¿Para qué regodearse en lo antiguo como un trompo que gira sobre sí mismo?– sonrió.
Cuando algo lo entusiasmaba, antes de continuar, Mario sonreía y las palabras felices ya estaban prendidas a sus labios antes de que las dijera. Las acompañaba con una alegría que preludiaba un aluvión atropellado y dichoso en una voz más bien baja. Sus dos dientes superiores descansaban en su labio inferior, como los del Conejo de la Suerte y reía fácilmente. Vargas Llosa era guapo y lo sabía, era alto como su amigo mexicano
Carlos Fuentes y, en cierto modo, buscaba la aprobación como suelen hacer los jóvenes inteligentes en pos de un interlocutor a su medida. ¿No estás de acuerdo? ¿No te parece? ¿Cuál es tu opinión?
Muchas de sus afirmaciones terminaban en un ¿no?
muy latinoamericano.
Vargas Llosa siempre dejó la puerta abierta a la polémica, y vaya que polemizó con grandes pensadores; esperaba las palabras del otro y las requería con la mirada. Su rostro joven, frágil, con el inevitable bigote latinoamericano, era el de un hombre guapo. No tenía dinero o tenía poquito, pero eso a nadie le importaba, a nadie. Lo único que importaba era el nacimiento de La ciudad y los perros y su próxima novela que no se haría esperar: La casa verde.
–Esa segunda novela la comencé apenas terminé La ciudad y los perros, hace ya cuatro años. Es una suma de experiencias muy distintas de diferentes épocas de mi vida en medios y en lugares totalmente antagónicos que se han fundido en un todo muy vasto. Yo no sé si en realidad ha salido sola o se ha estado trabajando como quien se da de cabezazos contra la pared. La novela transcurre en dos lugares del Perú, en Piura, que es una ciudad del sur de Perú, donde viví de chico, que está en el desierto rodeada de arenales. Y el otro lugar es una factoría de la Amazonia peruana, el Alto Marañón, donde hay una misión de religiosas españolas. Estos son los dos asientos de la novela.
“Te voy a contar, si quieres, un poco la primera historia, la de Piura. Cuando yo estaba chico, en Piura, en el quinto año de primaria, uno de los mitos fascinantes para nosotros en el colegio era un burdel en las afueras de la ciudad, en pleno desierto, exactamente al otro lado del río. Era una construcción rústica de madera pintada de verde. Las casas en Piura no tienen color, son grises u ocres, el color verde resultó bastante insólito. Nosotros le decíamos ‘la casa verde’, y, claro, cuando yo tenía 10 años, pues no me acerqué nunca allí, pero me acuerdo que íbamos a mirar esa casa con sus luces que ejercía una atracción semidiabólica para nosotros. Yo volví a Piura cinco años después, cuando estaba en quinto de media, y la casa verde todavía existía y su poder de atracción no había desaparecido. Para mí seguía siendo algo muy extraño, muy enigmático.
“En esa época, yo ya iba a burdeles, y entonces descubrí lo que era la casa verde por adentro, una cosa muy, muy extraña. Era una sola habitación muy grande con puertas alrededor y había una orquesta compuesta por tres individuos: un arpista medio ciego y muy viejo, un guitarrista que además cantaba y un hombre muy musculoso y fuerte que tocaba el tambor y los platillos. Y esos tres personajes yo los he dejado en la novela con los nombres que tenían en Piura. Como no los conocí nunca, no cuento su vida, pero la máscara si la he transferido tal cual, porque ejercía un poder de fascinación para mí muy curioso. Y era una casa muy extraña. Allí estaban ‘las’ habitantes, como les dicen en Piura a las prostitutas; entonces, llegaban los clientes y salían al arenal a hacer el amor, al arenal, no a la arena debajo de las estrellas, porque en Piura casi nunca llueve, no. Era una cosa poco poética y terrible por otra parte. No había cuartos.
Esta historia es uno de los motores que impulsan mi ficción: una de las cinco historias que se entrelazan en el transcurso de la novela. Otra es de un barrio extraño y curioso en pleno arenal, de gente muy pobre, de cabañas de paja y de caña brava, donde había muchas chicherías y picanterías.
–¿Qué son las picanterías?
–Son unas chozas donde se hacen esos platos criollos que pican, ¿no?, y se vende chicha y todo eso. Ese barrio era una especie de corte de los milagros. Yo, cuando leía las novelas de Dumas, La corte de los milagros de París, no podía dejar de pensar en la Mangachería, porque también era refugio de delincuentes, y por otra parte era un barrio con una personalidad propia muy fuerte. Uno de los orgullos de la Mangachería era no haber permitido jamás que entrara una patrulla de la guardia civil al barrio. Otra cosa muy pintoresca es que existía la leyenda falsa de que en una de esas cabañas había nacido un dictador del Perú, el general Sánchez Cerro, que fue un gran asesino, y en torno a cuya figura se creó un partido semifascista, Unión Revolucionaria
, que aún existe, aunque Sánchez Cerro murió hace años. Y por fidelidad a la figura de ése individuo, Sánchez Cerro, que, según se creía era uno de los suyos y todos los mangaches eran urristas. Así pues, este barrio de hombres y mujeres muy humildes en Piura era el único baluarte que tenía ese partido de extrema derecha peruano llamado Unión Revolucionaria. En una época, su secretario general sacó a los cholos mangaches a desfilar por la ciudad con camisas negras y unas polainas que parecían botas. O sea que, fíjate, Elena, cómo estaba lleno de elementos pintorescos y tentadores este barrio, ¿no? Es otro de los motores de La casa verde, y por eso escribí 40 años de la historia de Piura vistos a través de la casa verde.
Después de esta primera conversación en París, seguí viendo a Vargas Llosa con mucho gusto y él siguió contándome de Santa María de Nieva, en la amazonía peruana. Quise sentirme muy latinoamericana y lo logré a través del entusiasmo en la voz del premio Nobel 2010.
Vargas Llosa y yo nos saludamos con una antigua simpatía, así como ahora me despido de él con tristeza, porque lo considero uno de los grandes escritores de nuestro continente.