a nueva administración en Estados Unidos debe entenderse en forma y fondo. En la forma, la apoteósica inauguración de Donald Trump como presidente, con todos los billonarios de la tecnología detrás de él, con sus enemigos históricos en primera fila aplaudiendo, y la toma absoluta del Partido Republicano, sustituido en los hechos por el movimiento MAGA, han ocupado la agenda política y mediática global en las últimas semanas. Trump quiso no sólo imponer agenda, sino mostrar ritmo y vitalidad. A diferencia de la criticada parsimonia de Joe Biden, Trump empezó a toda velocidad, firmando decenas de órdenes ejecutivas, dando conferencias de prensa, sentando la posición de Estados Unidos en Davos, y regresando en cuestión de horas a dar instrucciones a las pasmadas autoridades locales de Los Ángeles, tras días de crisis por los incendios. En pocas palabras, Trump ha dado una cátedra de poder. Si los votos, el momentum, la polarización de la sociedad, la xenofobia y la crisis profunda de los valores y las democracias de Occidente le han dado esa posibilidad, por qué un hombre como él, acostumbrado a la negociación, a presionar, a intimidar y a ganar, habría de ceder un centímetro de poder a sus rivales. Un hombre cercano a cumplir los 80 años, con la revancha política más importante del siglo, no solamente no compartirá el poder, sino que aprovechará cada minuto de su mandato de cuatro años, para implementar la visión del mundo de esa base electoral que lo llevó nuevamente a la Casa Blanca.
De un plumazo se borraron derechos sociales, compromisos medioambientales y multilaterales. En una tarde de firmar órdenes ejecutivas, Estados Unidos adoptó un rol distinto en el mundo, y en particular, frente a sus vecinos. He leído y escuchado en las últimas semanas que el flujo migratorio no cambiará de fondo y que lo de Trump es más alharaca mediática que política migratoria. Falso. Está incidiendo en la cultura, en cómo una autoridad –policial o migratoria– puede tratar a un inmigrante. Está dando rienda suelta a esa ficción de una buena parte de los ciudadanos estadunidenses, que sostiene con obcecación que los inmigrantes latinos son la raíz de todas sus desgracias, y que son para burla del destino manifiesto, objeto de una invasión
.
En la forma, habrá que acostumbrarse al estilo Trump de hacer las cosas. Intimidar para negociar, humillar para ganar, atacar para obtener ventaja. Creo que el gobierno mexicano lo tiene más que claro, y pese a la dificultad que esto implica, la presidenta Claudia Sheinbaum no se ha enganchado en diatribas que sólo le costarían a México en el corto, mediano y largo plazos. Parte de ese entendimiento es tener claro que Trump va a cumplirle a su base: va a frenar el flujo migratorio, nos va a poner aranceles temporales, va a perseguir a las organizaciones criminales, y va a apretar a México donde y como pueda. No ve a nuestro país como un socio, sino como un problema a resolver en materia de seguridad, una gran bandera política en lo migratorio, y una oportunidad comercial en la que tiene todo por ganar. Su cosmovisión es muy sencilla: a Estados Unidos le han estado viendo la cara. Canadá, México, China, Europa, todos han sacado provecho de ellos en los últimos 30 años, y eso debe terminarse. La paradoja es que esos últimos 30 años es precisamente el tiempo en el que los valores de Occidente, la agenda económica forjada por Reagan y Thatcher, el liberalismo económico y político, prevalecieron en el mundo. La paradoja americana es que impulsó una agenda multilateral y globalizadora en la posguerra, y –ante sus ojos– terminó siendo víctima de su éxito. Cuando Trump dice que quiere hacer a América grande otra vez
, se refiere a un tiempo específico en la historia: la posguerra que forjó una amplísima clase media y marcó el pináculo del poder de Estados Unidos en el mundo.
Por todo ello Donald Trump no habrá de correrse al centro
, claudicar de lo que le ha resultado tan rentable políticamente, y soltar a México como objetivo retórico. Seguridad, drogas, migración, economía; todo pasa por nosotros, por la frontera común y vecindad obligada. El político nos atacará en los medios, el presidente buscará ganarnos en cada punto de negociación, y el empresario negociará lo necesario para frenar la entrada de fentanilo a su país, hacernos ceder parte del terreno ganado durante tres décadas en materia comercial, y que nuestra frontera sur se convierta en el nuevo dique de los inmigrantes de todo el mundo, pero en especial de América Latina. Hay que oír al político, escuchar al presidente, y no subestimar al negociador. Los tres Trumps con los que a esta generación le toca lidiar.