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¿La fiesta en paz?

El irresponsable descuido político y empresarial en preservar la tradición taurina de México

L

a sensibilidad política del presidente Lázaro Cárdenas alcanzó para sufragar el pasaje de regreso, en barco, de los toreros y novilleros mexicanos expulsados de España a raíz del denominado Boicot del Miedo (1935), que una camarilla de diestros encabezados por Marcial Lalanda, envidiosos e impotentes ante la rotunda tauromaquia de Fermín Espinosa Armillita, organizó para negarse a alternar con los mexicanos, lo que a la postre redundaría en el fortalecimiento de expresiones tauromáquicas propias y en vehementes partidarismos del público aficionado, que supo apoyar y reflejarse en sus toreros quienes, a la vez, supieron corresponder frente al toro en memorables tardes. Sucesivas claudicaciones irían debilitando ese tonificante nacionalismo, en lo taurino y en lo demás.

Descontados los petardos de Maximino, el hermano incómodo del presidente Manuel Ávila Camacho, y sus afanes de figurar como ganadero de bravo, empresario y apoderado, así como los intentos futuristas del regente Manuel Camacho Solís por ser el candidato del PRI a la Presidencia y su abierto apoyo al Patronato Taurino del DF, al poco tiempo (1993) aparece como nuevo concesionario de la Plaza México una mancuerna cuya arrogancia e ingenuidad taurina marcarían el inicio del distanciamiento definitivo entre las autoridades y la fiesta de los toros.

Soliviantado por la cercanía de los Alemán con el presidente en turno Carlos Salinas de Gortari, los siguientes 23 años el gerente del coso de Insurgentes ejerció su cargo con prepotencia, manipulando a los gremios taurinos y a la crítica especializada y desafiando constantemente a la entonces delegación Benito Juárez, a los jueces de plaza, a la Comisión Taurina, al reglamento y a cuanto estorbara a sus obsesiones, sin entender los graves perjuicios que ocasionaba al posicionamiento de la fiesta en el país, por lo que aumentó la dependencia con España, impidió el surgimiento de valores con imán de taquilla, redujo la baraja taurina a sus amigos importados de luces plegándose a sus exigencias y ventajas, propiciando una paulatina sudamericanización de la fiesta brava de México. Para cuando los Bailleres sustituyen a los Alemán (2016) como concesionarios de la gran plaza, lejos de enmendar el camino prosiguieron por la ruta de la inconsciente banalidad, la acomplejada dependencia y la peor autorregulación.

Contagiados del humanismo demagogo que protege animales en abstracto, sin tomar en cuenta su especie y misión, gobiernos anticolonialistas de Venezuela y Ecuador cayeron en la trampa de destinar el Nuevo Circo de Caracas y la plaza de Iñaquito, en Quito, a actividades socioculturales no taurinas, haciéndole el juego paradójicamente al pensamiento único anglosajón que pretendían combatir. Y mientras el pleno del congreso peruano acaba de reconocer a la tauromaquia y las peleas de gallos como patrimonio cultural del Perú, aunque este siga siendo colonia taurina de España, la tauromaquia de México pende de un hilo ante la descompuesta embestida de legisladores animalistas decididos a imponer –¿por órdenes de Washington?– funciones incruentas en las plazas de toros, aunque la violencia en las calles no disminuya.

Esos nefastos egos de taurinos y autoridades, a cual más de negligentes, descuidaron lo único que ningún sector debió haber descuidado: a la sociedad y la permanente obligación de promover en esta la necesidad de valorar, sin prejuicios sino consistentemente informada, la tradición taurina de México como un valor cultural inmaterial de casi 500 años. Faltó sensibilidad política y sobró imprudente complicidad. Hoy, a la 4T le resultará más fácil prohibir que entender y preservar.