Opinión
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Cuadernos de La Habana

El Juicio

L

os días habaneros hacia el final del año son más frescos, pero es tiempo de huracanes y vive uno expuesto a los fuertes vendavales que azotan a la isla, y se aprende a estar en alerta, con poco tiempo para buscar protección o realizar evacuaciones.

Atento al nuevo clima, a Bosques lo que más le apremiaba era el seguimiento de lo poco que se sabía del juicio a los participantes del asalto al cuartel Moncada. Ese era su tema principal: la búsqueda de información. Las noticias llegaban lentamente y con pocos detalles.

Continúa la lectura de la crónica del juicio:

Del centro del grupo salió una voz hasta entonces desconocida, rápida y tajante: Todos los que participamos en el ataque al Moncada vamos a decirlo claramente, como vamos también a decir otras cosas; aunque el compañero Fidel ha recomendado que aquellos a los que no se les pueda probar el hecho no tienen necesidad de convertirse en culpables, vamos a decir toda la verdad; pueden ir soltando a los demás, los que vinimos fuimos nosotros, dice Marta Rojas en su crónica, y continúa:

Con el índice hizo un círculo volado y señaló para el grupo que permanecía de pie. Aquella voz impresionante salía de una garganta de un joven que parecía adolescente, sin un asomo de barba, cortado el pelo casi a rape, de ojos ligeramente oblicuos y labios delgados, vestía pantalón blanco y camisa de mangas cortas, había dejado perplejos a todos: era Raúl Castro.

Para Fidel era motivo de íntima satisfacción saber que todos sus compañeros se mantenían firmes y solidarios, que habían concurrido a la cita de honor del Moncada convencidos y no simplemente atraídos a una aventura; el gesto había sido digno de encomio, máxime cuando se sabía que Fidel no pudo comunicarse con la mayoría de sus seguidores del 26 de julio.

–¡Raúl Castro! –llamó el alguacil.

El juicio continuaba.

De esta manera se iniciaba una de las escenas más conmovedoras, vivas e interesantes de cuantas había leído Bosques sobre la Causa 37, como se denominó el juicio del Moncada.

El joven era Raúl y mantenía a todos pendientes de sus palabras tajantes y sin adornos.

Con las manos cruzadas por la espalda, el mentón alzado, con una ligera distención de la boca que parecería que sonreía, Raúl se cuadró frente al tribunal.

–A usted no hay que preguntarle si participó en el asalto al Moncada –observó el fiscal y enseguida interrogó:

–¿Pertenecía usted al Partido Ortodoxo?

–Sí, pero ese partido ya no existe –respondió Raúl.

–¿Cuándo lo embulló su hermano Fidel en la revolución que preparaba? –preguntó nuevamente el fiscal.

–Si hubiera sido porque mi hermano Fidel me embullara no hubiera venido, porque nunca lo hizo; vine a Santiago por resolución propia. Tuve que andar muy ligero para que se me permitiera tomar las armas, para ver si cambiábamos el sistema –contestó Raúl.

–¿Alentó a otros estudiantes de la universidad a que se integraran al movimiento belicista? ¿Estudiaba usted en la universidad? –inquirió otra vez el fiscal.

–Sí, estudio en la Universidad de La Habana, me encuentro entre los privilegiados que pueden llegar a estudiar aquí en Cuba… pero no alenté a ninguno de esos compañeros; como bien han dicho otros que han declarado aquí.

Ni Fidel, ni Abel ni yo tuvimos que alentar a nadie para que se incorporara; en el ánimo de todos los que participamos ese día estaba latente el sentimiento revolucionario, sólo faltaba el líder que lo canalizara y ese fue Fidel, relata la crónica.

Bosques se ensimismaba en la lectura.

Raúl había sido detenido por la vía férrea en la zona de San Luis. Cuando se realizó la retirada, Raúl y sus compañeros se quitaron los uniformes y se separaron por distintos rumbos, él se encaminó por los patios del ferrocarril y comenzó a andar hacia su casa en la región oriente de Occidente, pero después de andar por varios días fue sorprendido por una pareja de la guardia rural.

No se identificó, dio un nombre falso y dijo que volvía a casa, en Barian, a pie, por quedarse sin dinero. Los guardias decidieron llevarlo al cuartel, y de ahí lo enviaron a otro, porque nadie lo identificaba; en Vivac de Santiago de Cuba se le preguntó su nombre y el propio Raúl lo reveló:

–Soy Raúl Castro –manifestó– y participé en el Cuartel Moncada.

El final del juicio, día de luz pero intensa humedad después de lluvias intermitentes, el jurado se reunió para deliberar.

Los procesados se encontraban tranquilos en sus puestos, simplemente expectantes.

Se sentaron los magistrados.

El presidente empezó a leer:

–Raúl Castro Ruz, Ernesto Tizol Aguilera, Óscar Alcalde, Pedro Miret Prieto, pónganse de pie; ustedes están condenados a 13 años de prisión…

La Causa no cerró con las sentencias anunciadas, faltaban aún acusados por juzgar, entre ellos Fidel Castro, a quien le fue anulado el proceso en su inicio.

El caso de Fidel fue tratado por separado el viernes 16 de octubre.

–Señores magistrados –comenzó diciendo Fidel.

–nunca un abogado ha tenido que ejercer su oficio en tan difíciles condiciones; nunca contra un acusado se había cometido tal cúmulo de irregularidades.

Como abogado no he podido ni tan siquiera ver el sumario, y como acusado, hace hoy 76 días que estoy encerrado en una celda solitaria, total y absolutamente incomunicado.

La histórica defensa después sería conocida completa y se hizo famosa por la contundente frase final:

Condenadme, no importa; la historia me absolverá.

Fidel dijo: traté de ser breve, pero eran muchas cosas que había qué decir.

La defensa de Fidel duró dos horas.

Bosques pudo confirmar los tiempos por venir, un fuerte incremento de la represión de Batista y la persecución despiadada.

Venían días aún más difíciles para la representación de México.

Había que preocuparse. Recordaba su tiempo en Marsella y Portugal, asilando a perseguidos. Para eso había sido destinado a Cuba.

Aquella mañana de octubre, el embajador Gilberto Bosques vio concluir el ciclo del Moncada y la necesaria preparación en la defensa del derecho internacional y el derecho de asilo en el que había trabajado tanto.

Seguía rodeado por los más preciados textos de lectura, de sus indispensables –diría Bosques–, con obras de todo tipo: ensayo, poesía, teatro, y pasaban sus días de tensión y alerta.

–Que los ígneos astros revelen el secreto de sus islas etéreas –leía Salvador Novo.

La amenaza pesaba en el ambiente.

*Embajador de México en Cuba