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Aprender a morir

El miedo es el mismo

C

reyentes, dudantes, ateos y agnósticos (el que no cree ni descree, pero piensa con más mesura que los anteriores) suelen tener una reacción común cuando se hallan a las puertas de la muerte, sin distingo de sexo ni edad: un tremendo miedo, sordo o apenas manifestado a algún íntimo, producto de ancestrales creencias en un sentido o en otro, o de un concepto escolar de anulación de la persona tras haberse pasado su vida creyendo que creía o suponiendo que no creyó.

Trátese de prolongadas y dolorosas agonías ofrecidas a diario a Dios y al santo de su devoción, o del advenimiento del final de la vida, tras una repentina disfunción sin muestras de fervor visibles, el hecho de saberse a las puertas de la muerte genera una sensación harto intimidante, sea anticipatoria, fantástica o infundada, ante el ordinario hecho de dejar de ser, incluso luego de preguntarles si conocen a alguien que haya salido vivo de este mundo.

Ese miedo, aprendido en los primeros años y reforzado a lo largo de la existencia, sea a lo desconocido o a la furia implacable del juicio final, ofrece similitudes en ateos y en creyentes, agobiados ante lo que podrá haber después de abandonar este plano y lo que quedaba de su cuerpo. Ese agobio aumenta con culposo reconocimiento de no haber cumplido con todo lo ordenado y la terrible incertidumbre del castigo que le espera o, en el caso de descreído, la amenazante perplejidad ante lo que seguirá o no luego de dejar de ser.

Sobre la fe y sus efectos en el comportamiento humano se ha escrito mucho, aunque poco se ha investigado, reduciéndose más bien al campo de lo estrictamente religioso, como si creer y confiar no fuera tarea de la vida diaria, sino exclusivo de lo trascendente sustentado en un sistema de determinadas creencias religiosas, todas enemigas entre sí a partir de su obsesión por el poder terrenal y el control de las personas, por no hablar de las incontables masacres cometidas en defensa de la verdadera fe, es decir, de intereses económicos específicos.

La decisión aparentemente libre de adoptar y practicar determinadas creencias o de no hacerlo continúa reforzando la boyante industria de la muerte ante la inevitable llegada de ésta. Haber ejercido la fe en uno mismo, en otros y en la vida más que en un dios malhumorado disminuye miedos y aleja suposiciones infundadas a la hora de partir, despojándonos ya de tanta importancia personal.