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La furia de pensar
S

ucede que los intelectuales, cuando la historia los rebasa y no cumplen con lo que ellos habían entendido y pronosticado, renuncian a pensar. No lo digo sólo por los nuestros, que todos los días confunden Estado con alguna forma de autoritarismo. De la lectura de la historia de los intelectuales franceses, entre 1944 y 1989, de François Dosse, extraigo esta historia. Es 1981 y la llegada de la izquierda al poder se da sin el apoyo de los intelectuales. Instalados en la frivolidad, Gilles Deleuze, Félix Guattari (los antes polemistas anti-freudianos), Paul Virilio (el teórico de la velocidad), entre otros, deciden apoyar en la elección presidencial a un cómico, Elíseo de Coluche, propuesto en una broma por la revista satírica Charlie Hebdo. François Mitterrand, el que resultaría electo a la presidencia, tiene que mandar a su jefe de campaña, Jacques Attali, para convencer al cómico de que retire su candidatura. El apoyo de los intelectuales a su causa, puede hacer que la izquierda pierda valiosos votos contra la derecha. Hay que decir que la izquierda no ha ganado una elección desde León Blum en 1936, pero ahora no hay Sartres ni Camus ni Beavoirs. Lo que hay son teóricos de las estructuras, historiadores de las cuentas largas, opinadores de la televisión, que han decidido que el Estado es totalitarismo, que el poder es maldad, que la Revolución lleva al Terror, que el anticolonialismo es Pol Pot masacrando a su propia población en Camboya, que el futuro no es más que una especie de religiosidad laica.

Son estos intelectuales del ensayo de Dosse que me impresionan porque, justo en el triunfo inesperado y eufórico de los socialistas y comunistas de Mitterrand, no arropan a sus electores ni les proponen un plan para Francia. Son los mismos que han salido del mayo de 1968, pero se han ido despolitizando a tal grado que para lo único que se unen es para sospechar de cierta tibieza de parte del nuevo gobierno en los hechos de la huelga de los astilleros en Polonia. Son los que inventan el post, como una forma de denominar a su propio tiempo con algo que no signifique ni revolución ni ruptura. Hay post-modernos, post-marxistas, post-capitalistas. Critican lo que llaman los grandes metarrelatos, es decir, la historia, el inconsciente o, incluso, la verdad fáctica. La post-realidad es aquella que puede ser sustituida por los medios de comunicación. Célebremente, uno de ellos, Jean Baudrillard, dirá el 29 de marzo de 1991 al diario Liberation, que la Guerra del Golfo no ha ocurrido. Cuando algunos lo reconvienen con el pequeño detalle de que hay muertos y familias de luto, el filósofo responderá algo todavía más indignante: Un simple cálculo muestra que de los 500 mil soldados estadunidenses que participaron en las operaciones del Golfo durante siete meses, habrían muerto tres veces más, si se hubieran quedado en sus casas, sólo en accidentes de tráfico. Ni siquiera se le ocurrió hablar de los civiles iraquíes muertos. Eran esos mismos intelectuales que vieron a la izquierda ganar y no les pareció que ello fuera histórico porque, para ellos, ese término ya no era moderno. Como habían apoyado las liberaciones de las antiguas colonias y ninguna de ellas cumplió con sus expectativas de ser el paraíso en la tierra, entonces ya sólo denunciaban al tercer mundo por no respetar los derechos humanos. Los intelectuales de los países pobres sólo eran los disidentes que habían huido de las persecuciones. Pascal Bruckner llamó a los que apoyaban las revoluciones de liberación llorones de la historia moderna, hemofílicos dispuestos a sangrar por cualquier causa.

Lo que se fraguaba era la derechización de estos intelectuales, alguna vez maoístas, otras humanistas y existencialistas, con la aceptación de su propia derrota ideológica, años antes de que, en verdad cayera el Muro de Berlín. Con la idea de que Europa no le debía nada a sus colonias saqueadas, se propusieron reconciliarse con su presente boyante. No más culpabilización. No más moralizaciones. Su postura era un centro incoloro, inoloro e insípido donde reinaba el vacío y la vaguedad individuales en un presente continuo donde se estiraban bostezando la democracia y el libre mercado. La historicidad había entrado en una crisis, no porque el tiempo hubiera dejado de correr ni las rupturas de darse, sino por la renuncia a la furia de pensar. Era más fácil tirar los cientos de libros de marxismo y nombrar a Alexis de Tocqueville en sustitución de todos: algo que justificara la renuncia a la voluntad política y al lazo que une a las revoluciones con las repúblicas. Para borrar a su propia Revolución, François Furet dirá en 1978 que hay una continuidad entre el Rey Sol, Luis XIV, y Robespierre en la centralización de la administración. Tocqueville estaba mandado a hacer para justificarse en un presente neoliberal al que le estorbaban los triunfos electorales de socialistas y comunistas: un aristócrata desilusionado de la revolución francesa, adorador de los gringos y su democracia. Como escribe Dosse en el segundo tomo de su ensayo: “La perspectiva de un futuro común y emancipador da paso a la idea de que sólo existe un proyecto individual: dar rienda suelta a los intereses egoístas de cada individuo, a la maximización del beneficio a escala personal, y la represión de la esfera pública hasta la insignificancia. Juilliard lo escribió en 1985 sin siquiera ruborizarse: Búsquen la satisfacción aquí y ahora: crear su propio negocio o salir a correr, dedicarse a la informática o al antirracismo. Lo que sea. Así, antiguos militantes de la izquierda, que apoyaron a Argelia en su liberación o al Che Guevara, como el actor Yves Montand, pudieron autodefinirse en los años 80 como: izquierdista de tendencia reaganiana.

Habían renunciado a pensar casi una década antes, hartos de que no se cumplieran sus profecías de revoluciones proletarias, paraísos tercermundistas, futuros para siempre. Una enfermedad del intelecto que se había convencido de que su trabajo era ser oráculo y no lectores de lo real.