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Suprema Corte: ruptura constitucional
L

uis María Aguilar Morales, Juan Luis González Alcántara Carrancá, Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena, Jorge Mario Pardo Rebolledo, Alberto Pérez Dayán, Norma Lucía Piña Hernández, Javier Laynez Potisek y Ana Margarita Ríos Farjat: la sociedad mexicana debe preservar en su memoria los nombres de los ocho ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) que ayer dieron el primer paso para consumar una dictadura judicial en la que se nombran a sí mismos soberanos del país por encima del Ejecutivo, el Legislativo y la ciudadanía entera.

Al habilitarse de manera inédita e ilegal para revisar la constitucionalidad de la reforma al Poder Judicial (PJ), los ministros que controlan el máximo tribunal emprenden un intento de golpe de Estado sin ninguna perspectiva de éxito. Su pretensión de dar cauce a las resoluciones dictadas por tribunales menores a fin de echar abajo la reforma es tan improcedente, aberrante, contraria al estado de derecho y transgresora de la Constitución misma, que no puede tener ninguna consecuencia jurídica ni efectos vinculantes, todo lo cual es sabido por los confabulados.

Dado que es legalmente imposible impugnar las normas emitidas por los legisladores en su carácter de poder reformador, un eventual fallo que ordene anular las modificaciones a la Carta Magna sólo puede tener un desenlace: que el Ejecutivo y el Legislativo se limiten a ignorar a la Suprema Corte, como han hecho con la serie de suspensiones nulas de origen con las que diversos jueces dispusieron que no se tramitara la iniciativa, que no se publicara en el Diario Oficial de la Federación ( DOF), e incluso el delirante absurdo de que se borrara del DOF, entre otros sinsentidos.

Tal escenario parece inevitable y supone un problema grave: al emitir una resolución inacatable, la SCJN se colocaría en un desfiguro tal que obligaría a los otros dos poderes a pasarla por alto, dejando vacante la labor de impartir justicia. De este modo, los ministros golpistas se aprestarían a sacrificar la institución que encabezan en el afán de mantener privilegios ofensivos y de revivir un orden legal que daba manga ancha a sus arbitrariedades. Con esta obcecación, parecen decididos a generar una confrontación institucional sin salida, lo cual expresaría la suma irresponsabilidad de quienes se proclaman guardianes de la Constitución, y ello sería pernicioso no sólo para la judicatura, sino para el país.

Es necesario preguntar quién o quiénes instigan esta conducta destructiva y autodestructiva: ¿participan las instancias de poder de Washington que no han disimulado su deseo de invadir las atribuciones soberanas de México? ¿Desempeña un papel en este desfiguro el grupo empresarial que nunca aceptó al gobierno anterior y que ha sido explícito en su oposición al saneamiento de un Poder Judicial sistemáticamente obsecuente con los intereses corporativos? ¿Se efectúan todavía reuniones clandestinas entre los ministros sediciosos y dirigentes de la derecha partidista? ¿Les animan las organizaciones locales e internacionales de abogados conservadores y pro oligárquicos?

Más allá de las medidas específicas que hayan de tomarse conforme se respondan las anteriores interrogantes, la actitud de los ocho ministros golpistas amerita un contundente rechazo por parte de todas las personas comprometidas con el ideal institucional, constitucional y democrático, así como con el sentido de la justicia.