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Brasil, un país destruido poco a poco
C

uando se trata de números, el Brasil de Lula da Silva sigue muy bien, gracias. La inflación permanece por debajo de la meta prevista por la sacrosanta y misteriosa entidad conocida por mercado financiero, que preveía hasta 4.75 por ciento (los más pesimistas o alarmistas mencionaban hasta 5 por ciento) y ahora se sabe que, aunque haya engordado de 3.9 para 4.25 por ciento, sigue por debajo de 4.5 puntos porcentuales, previstos por el Banco Central.

En este caso específico, todos están de acuerdo: la culpa de ese crecimiento le toca al cambio y a las tarifas de energía eléctrica, que aumentaron considerablemente por la sequía que asola al país.

La economía sigue creciendo un poquito arriba de lo previsto, que pasó de una previsión de 2.5 para 3.2 por ciento, el comercio exterior respira con cierto alivio; es decir, son números que deberían traer cierta serenidad, cierto sosiego al gobierno.

Pero hay otros datos que provocan estruendo. De todos los problemas que acechan al gobierno de Lula, uno –y se trata otra vez de números – se muestra especialmente grave y sin solución a la vista: la devastación ambiental que tiene focos específicos –y tremendos– y que, para empeorar el ya dramático escenario, se extiende por prácticamente todo el país.

Un ejemplo clarificador: hasta el pasado jueves, se registraron en Brasil 10 millones de personas afectadas directamente por incendios forestales, una parte significativa de ellas en áreas de protección ambiental. Es decir, un área como la de Austria, poco más que la de Suiza, casi la de Cuba, medio Chile o tres veces Uruguay.

En el resto del país el cuadro, cuando no es similar, se muestra todavía más preocupante. La población afectada directamente por incendios en Brasil a lo largo de un año creció 2 mil 500 veces en agosto, mientras en septiembre parece que todo cambiará pero para peor.

En el Pantanal, vasta región en el centro-oeste brasileño, área de estricta preservación ambiental, el río Paraguai está al borde de la miseria más absoluta. Donde hasta hace poco había inmensos y caudalosos volúmenes de agua, ahora lo que se ve son islas e islotes de arena, y la agonía del río se refleja en la agonía de la región.

Ninguno de los tantísimos ríos brasileños es tan fundamental para la existencia de determinado bioma que el Paraguai. Está menguando y, con eso, amenazando todo el Pantanal.

En los primeros días de septiembre se supo, por datos oficiales, que los 10 mayores ríos brasileños están por debajo de su nivel medio, lo que se traduce en que el suministro de agua en todo el país puede ser duramente afectado muy pronto. Donde antes abundaba el agua, ahora pululan el polvo y las piedras. Hay también los casos de inmensas áreas cubiertas de lama a punto de resecar.

Los incendios se multiplican. En varias regiones, principalmente en el estado de São Paulo, hay, más que indicios, pruebas de que parte considerable de los siniestros se dieron de manera criminal con el fin de devastar bosques y árboles, así como para abrir campo y plantar caña de azúcar.

Pero también están los otros incendios, resultado de la sequía y de la furia de la naturaleza que ha sido agredida desde hace decenios.

Al menos siete de las capitales estatales brasileñas –entre éstas algunas de las más pobladas– presentan calidad del aire insalubre, en mayor o menos medida, de acuerdo con los especialistas.

En relación con el suministro de agua, en el estado de Amazonas, que lleva el mismo nombre del río más caudaloso del planeta, al menos 62 municipios están bajo estado de emergencia por la falta del líquido.

Entre los que más padecen el efecto de la sequía amazonense están, como no podría dejar de ser, los pueblos originarios: los indígenas, que vieron sus tierras primero invadidas, luego devastadas y ahora enfrentan, además de incendios criminales, los efectos de una naturaleza enfurecida.

Sí, sí, es verdad: Lula da Silva, en el segundo semestre de su segundo año de su tercer mandato presidencial presenta números iluminados y luminosos en un sinfín de aspectos, incluso la economía.

Pero al menos, hasta donde se sepa, nadie bebe ni come números. Y tanto el hambre como la sed pueden tornarse torturas mortales.