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Juan Carlos Ruiz Guadalajara
E

ra para mí el nombre en la portada de un espléndido libro hasta que lo conocí en persona en 2013, cuando tomaba la palabra en todas las sesiones del consejo Consultivo Nacional de Morena, para reprochar la tibieza de nuestras acciones contra la minería a cielo abierto y la depredación de los pueblos y de la tierra perpetrada por el gran capital (y luego compartíamos el pan, la sal y el vino). Tenía razón. Ya otros compañeros han contado su defensa del Cerro San Pedro y de la Sierra de San Miguelito (https://acortar.link/w7LEVy), mostrando que las guerras se dan mediante batallas, una a una, batallas victoriosas en parte por el enorme aporte y compromiso de Juan Carlos y su compañera Sonia Deotto, a quien envío fuerte abrazo.

Lo acompañé algunas veces con la gente de la Sierra de San Miguelito junto con mis amigos Óscar G. Chávez y Carlos Covarrubias, pero lo traté más como el gran historiador (microhistoriador) de la cuenca del río Laja, ese río que acompaña los años y los días claves del cura Hidalgo: primero en San Felipe Torresmochas, donde está la Francia chiquita, hogar del cura ilustrado, literato y galante, en la que entrevisté a Juan Carlos cuando empezaba a luchar contra la enfermedad que nos lo quitó; luego en la Congregación de Dolores, teatro de sus afanes sociales y teológicos, y de su gran momento simbólico; más adelante, siempre río abajo, el santuario de Atotonilco y la villa de San Miguel, cuna y solar del valeroso capitán Allende y otros héroes; más allá el pueblo de Chamacuero, donde Allende, Hidalgo y los demás capitanes decidieron avanzar sobre Guanajuato y no hacia Querétaro; y ya saliendo de la sierra, la noble y leal ciudad de la Purísima Concepción de Celaya, donde la multitud aclamó al cura como el verdadero jefe del movimiento y parecen terminar las vacilaciones sobre Fernando VII para dar a la revolución su carácter social, centrado en la Independencia absoluta y la supresión de la esclavitud y los tributos.

Pero justamente esos días (particularmente la noche del 15 y la madrugada del 16 de septiembre) y esa vigorosa figura (el sabio teólogo medio libertino) echaron sobre la región entera tal cantidad de sobreinterpretaciones, que Juan Carlos decidió desterrar las sombras (parafraseo a uno de nuestros historiadores favoritos, mío y de Juan Carlos) que sobre la región había. Así, volvió a contar la historia de la comarca del alto río Laja (y parte también de los pueblos que se fueron formando río abajo) en un libro publicado hace 20 años y agotado casi desde entonces: Dolores antes de la Independencia: Microhistoria del altar de la patria. Juan Carlos nos cuenta primero la historia de un libro (ese libro) y luego la historia de un cuento (es decir, cómo se construyó, ya desde 1812, el mito de Dolores como altar de la patria), para luego pasar de la historia de la historiografía (o la mitografía) a la historia social y cultural buscando (encontrando) en los archivos públicos y privados lo que de la región hubiera antes del Grito, para volver a contar la historia con las herramientas de precisión que debemos usar los historiadores (la confrontación y crítica de fuentes), que en él eran particularmente agudas y certeras.

Nos cuenta entonces del país chichimeca que iniciaba al norte del río Lerma (en el que desagua el Laja adelante de Celaya) que, a diferencia de los mitos, estaba orgánicamente vinculado con la civilización mesoamericana, con la que tuvo una relación orgánica, ideológica y comercial, y no sólo belicosa, antes de la irrupción española. Ejemplo clave el de las rutas del peyote. Y luego, un elemento que se nos había escapado a todos: en Celaya se recuerda la fecha de la fundación de la villa de Zalaya, en 1570, sobre una (o cuatro, según la versión) aldea o parcialidad otomí, y nunca recordamos que en 1521 los otomíes no llegaban ni al actual Querétaro (fundado por Conín, alias Fernando de Tapia, otomí del señorío Jilotepec), es decir, que hubo una penetración silenciosa de agricultores otomíes en tierras chichimecas e, indudablemente, acuerdos con los belicosos nómadas, a quienes los españoles negaron toda noción de territorialidad e intentaron, en vano, borrar de la faz de la tierra.

Y luego, las haciendas españolas y sus pleitos contra esas parcialidades otomíes de toda la cuenca, y las de chichimecas que se fueron asentando (pacificando), la eterna tensión, la resistencia de esos indígenas sin comunidad formal (no aceptada por los españoles), entre los que el cura Hidalgo construiría su ministerio. Y, por supuesto, la congregación de Dolores, muy distinta del humilde pueblo con su sencilla capilla del mito nacionalista. ¿Todo eso explica al cura Hidalgo, al formidable incendio social iniciado ahí en 1810? Le dejo la voz a Juan Carlos, que nos lo explica a partir del minuto 8 de este documental (https://acortar.link/gA6PVp): El cura dijo: “No queda más remedio que ir a coger gachupines… y los cogió a todos”.

En fin, Juan Carlos nos había adelanta­do su temprana partida en el último ar­tícu­lo que publicó en La Jornada –hermoso y doloroso (https://acortar.link/JPAy6d) y al llorarlo sólo me queda decir que si los historiadores nos involucráramos con la gente, con los problemas del presente como él lo hizo, otra muy distinta serían la academia y la historiografía mexicanas, pero también otro –y mejor– sería el país.