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De entrevistas y estrepitosos fracasos
H

ace 68 años, en 1955, entrevisté en París al gran escritor católico (así lo reverenciaban) François Mauriac. Además de la gloria ganada por toda la Francia católica en sus libros, era el principal colaborador y analista político del diario Le Figaro, en el que editorialistas y sesudos lectores, además de lectores de la Academia Francesa y el Colegio de Francia, le rendían pleitesía y cubrían su cabeza de laureles.

Llegué a su casa con la absoluta certeza del fracaso, porque en esa época cultivaba la inseguridad, como todavía hoy, pero con mucha mayor vehemencia.

Toqué a su puerta, subí la triste escalera (porque en París los escalones son tristes y raídos) y apenas me recibió Mauriac en su biblioteca, lo asaeteé con preguntas que él evadió molesto. Estaba yo supernerviosa, y mi voz se agudizó hasta convertirse en silbato frente a la superioridad de la gran cultura francesa concentrada en su persona.

Hoy por hoy, todavía recuerdo con escalofríos ese encuentro que impulsó mi curiosidad, la misma que impulsa hoy a algunos chavos a preguntarme si nací en Rusia o si el rey de España Juan Carlos me sacó a bailar. Total, que he sido Mauriac en más de una ocasión cuando algún estudiante quiere saber en qué año estuve presa en Lecumberri o cuándo llegué de Rusia. Respondo a la muchacha o al joven reportero que no soy ni rusa ni he estado presa, y le digo despacito con una voz muy dulce: Hay que preparar las preguntas, así como recuerdo que me lo ordenó Francois Mauriac, el máximo autor del catolicismo de Francia:

–¿Ha leído usted algunas obras mías?

–No, señor Mauriac. Apenas voy a comenzar. Ayer compré Nudo de víboras... Pero, dígame usted, ¿cuál es su mejor libro?

–De nada servirá que le conteste, señorita, usted no conoce mi pensamiento. No hay conversación posible.

Y François Mauriac, alto y flaco, se frotó las manos con impaciencia, con el pretexto de que estaba haciendo mucho frío y sus respuestas, y hasta sus eventuales preguntas, se fueron haciendo cada vez más breves y más frías, dichas con esa voz apagada, las cenizas de una voz, impresionante de furia contenida. La figura larga y reseca, el aspecto de fraile descalcificado y amenazante que tenía Mauriac en ese momento, Premio Nobel 1952, el miembro más destacado de la Academia Francesa y las docenas y docenas de libros que apoyaban frente a mí su gran figura de inmortal, me hicieron temblar, ponerme más boba que de costumbre y echar mano de cualquier cosa.

–Maestro, ¿qué le pasa a usted en la garganta? ¿Tiene anginas? ¿Le operaron las amígdalas?

–Por el amor de Dios, señorita, si no se le ocurre a usted nada mejor que preguntarme...

Mauriac hizo un leve movimiento hacia la puerta como para invitarme a salir. Yo me di cuenta entonces, creo que por primera vez, de lo que significa la palabra fracaso. Y comprendí también lo que puede haber de irresponsabilidad y de insolencia en un entrevistador bisoño que pide a una estrella algo de su tiempo valioso, y que luego lo desperdicia, minuto a minuto, como quien hace bolitas de papel.

–Por favor, hábleme de sus libros. ¿Cuál es el más bonito?

–Pero, ¿cómo quiere usted discutir conmigo acerca de libros que no ha leído?

–Yo no quiero discutir con usted, jamás me atrevería. Sólo quiero escucharle, pedirle que me hable de sus personajes, esos seres vivientes que ha creado su genio de escritor.

–¡Ah, vamos! Usted quiere que le cuente mis novelas, para no tomarse el trabajo de leerlas.

–Pero si ya las estoy leyendo. Anoche, nada menos, me leí 20 páginas de un tirón, y eso que tenía mucho sueño. No, señor Mauriac, no discutiré con usted, pero sí quiero decirle que lleva en sus manos el gran tema de la vida humana, y que en cada una de sus páginas lucha usted con el ángel. Usted combate al mal. Su estilo equivale a la grandeza del tema.

Apenas he empezado a leerlo y siento ya que sus personajes me rodean, que son mis prójimos, que me atraen y me asustan. Seguiré leyéndolo para llevar adelante el análisis de un mundo que desconozco, pero al que no debo dejar de asistir.

¡Y pensar que poco antes, cuando llegué a su casa, François Mauriac era todo gentileza y amabilidad! Hablamos sobre el mal tiempo, el servicio de taxis y otras cosas por el estilo. Todo iba sobre rieles, hasta el momento en que se le ocurrió hacerme esa malvada pregunta acerca de sus libros.

El autor de Teresa Desquey-roux vivía en el número 38 de la calle de Teófilo Gautier; aquel hombre que se hizo famoso por sus versos y sus chalecos de colores. Sólo tuve que esperarlo un momento en una sala donde había un inmenso tapete blanco y unos cuadros que parecían de Dufy.

El piano en un rincón me dio tranquilidad, porque me imaginé a Mauriac repasando en el teclado algunas canciones provenzales, y esto me lo hizo grato y simpático. Luego llegó él, frotándose las manos huesudas y largas, diciendo que hacía mucho frío, con su voz que más bien es cuchicheo y que se parecía a la lluvia monótona y glacial que repasaba las calles de París.

Me hizo sentar en un canapé liso y frío, se sentó frente a mí, siempre frotándose las manos y me pidió las primeras preguntas de la nefasta entrevista.

–¿Qué razones lo han impulsado a interesarse en la política? (Debo aclarar que Mauriac fue uno de los comentaristas políticos más leídos en Francia, y que gracias a él aumentó el número de lectores de Le Figaro, y eso que ningún francés sale a la calle sin su periódico que va leyendo en el Metro.)

–En primer lugar, la de que soy católico, o mejor dicho, cristiano. En segundo lugar, porque soy un ciudadano francés y todo hombre que lo sea realmente tiene la obligación de ocuparse de la política de su país. No me asombra que los escritores intervengan en la vida pública, cuando menos en plan de críticos enterados. Lo que me extraña es que a veces se abstengan de hacerlo: nadie puede desinteresarse del bien público de su patria.

Todos somos responsables del gobierno del mundo y mucho más del gobierno particular del país donde hemos nacido. Creo en los deberes civiles y en la responsabilidad personal de cada ciudadano.

En este momento ocurrió el penoso incidente acerca de todo lo que yo no había leído. A fuerza de ruegos y movido por la lástima, el gran novelista y dramaturgo me dijo por fin:

–Creo que mis mejores novelas son Teresa Desqueyroux y el Nudo de víboras. Algunas personas sostienen que mis libros son tristes, pero yo podría decirle a usted, ahora, que no lo son, que hay mucha felicidad en ellos, a pesar de su amargura aparente. Pero de eso hablaremos en otra ocasión, cuando usted haya leído alguno por lo menos.