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Nuestra otra violencia
L

a occisión de Milton Morales es un hecho mayor, no sólo por lo furioso del acto, lo ofensivo por ser policía y para el Estado en general, sino por la profundidad del mensaje, el que no hemos sabido descifrar.

Respecto de la violencia aún no sabemos dónde estamos, qué tan profundo o complejo es el problema, a pesar de las alentadoras cifras del confiable Inegi. Su crecimiento ha sido evidentemente mundial y no está siendo valorada ni comprendida en su letalidad multifacética. Es una pandemia criminal.

La aglomeración de hechos en que vivimos, y que mañana serán irrelevantes, ha desvanecido la atención debida a sucesos que debieran habernos advertido de manera alarmante. No fue así, el homicidio, lejos de ser motivo de serias meditaciones, al otro día del hecho, para el entendimiento común, dejó de existir.

Desapareció borrado por la no muerte de Trump. Importó más el dato de que tronó una fábrica de tequila, que Alito es repulsivo o que la señora Xóchitl sigue intranquila. ¡Todo es una frivolidad, todo es igual, ya nada es trascendente! ¡Pareciera que estuviéramos echándonos la del estribo!

La conclusión de tal ligereza es que estamos ante el riesgo mayor de ya no distinguir ni los colores. Todo es igual. ¡Total!, ya vendrán tiempos mejores.

A Milton lo mató una mano que mostró destreza criminal por razones muy espesas que huelen a venganza y advertencia, a me las debías, pero ese tipo de violencia, la violencia criminal, no es la única ni mayor sombra que debería atemorizarnos. No.

El leviatán que no acabamos de distinguir es la violencia social, la improvisada, espontánea, urbana, distinta de la delincuencia organizada. Es aquella consumada por gente común y corriente, muchos jóvenes, que encontró una forma de vida en la extorsión, amenazas, lesiones, daño, robo menor y hasta el homicidio. Vida fatalista, conformista y resignada, dispuesta a pagar las consecuencias que son cárcel o muerte.

Es un segmento cínico, creciente, de una sociedad indiferente, cruel. Es una sociedad padecedora, enferma contagiosa; pero lo más lamentable es que no advertimos que de tal sociopatología somos nosotros, la gente, sus productores, actores y víctimas simultáneamente.

Si existiera el anacronismo del lenguaje, habría que reconceptualizar lo constantemente aludido como crimen organizado. Hemos caído en la práctica de llamar así a todo ilícito, lo que nos lleva a confundir al crimen grueso, al que se persigue con el código penal en la mano, con nuestra mejor inteligencia y toda la fuerza del Estado con aquel socialmente equivocado.

Confundimos el crimen organizado con el delito menor, que es en el fondo sólo una conducta antisocial que se resuelve mediante un juez y una multa, cuyo primer antídoto está en la propia comunidad vía medidas preventivas, difundida mediante la educación doméstica y con la escolarizada –sí, en la escuela–, lo que no sucede.

En cambio, el crimen organizado es orgánico, sistémico, integral. La violencia criminal es aquella que se modifica a cada instante, con nuevos objetivos, métodos, prácticas, grandes recursos e intercomunicación entre ellos, incluido el espacio político y operativo extranjero.

Ese es el crimen organizado, el que la interrelación entre el delito y sus persecutores cada día se internacionalizan más y no lo queremos reconocer. Nos lo comprueba El Chapito Guzmán con el gol olímpico que nos recetó; ese crimen sí es organizado. Quien sí lo ve y explota políticamente es EU.

¿Por qué este afán de apariencia lingüística? Porque no lo es. Confundimos todo, metiendo en una bolsa cualquier agravio, cuando, por perseguir sin distinción, no advertimos que estamos ante el surgimiento de la violencia social, el daño que produce crecientemente en su contra la comunidad.

Prueba de tal nublada mezcla es lo indiscriminado de acudir todos y a la carrera ante cualquier hecho supuestamente delictivo. Asistimos simultáneamente a someterlos todas las fuerzas del Estado, todo nivel de policías, la Guardia Nacional, el Ejército y … hasta los bomberos. Acuden todos porque nadie ha dicho qué le toca a quién y el conjunto termina naufragando en la confusión.

Evitar la violencia social y más su incremento, sí es tarea de policías, de mejores y simples policías de barrio, de colonia, municipales, sin los ostentosos vehículos y equipos que suelen ser poco útiles. Poco se gana gastando más.

La seguridad comunitaria sí es tarea de esa policía, pero más eficaz es la concientización familiar, la cohesión social y la educación escolarizada, hoy abandonada y hasta despreciada por numerosos padres y maestros.

La tarea de mejorar nuestro nivel de seguridad en nuestra vida es tarea que hay que distinguir de la que corresponde a los jueces, fiscales y fuerzas del orden.

Se podría anticipar más dolor si no incorporamos a nuestra conciencia el peso de la violencia social, no la del gran crimen, sino la causada por nosotros mismos.