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Los espejos cóncavos
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ste año se cumple el centenario de la publicación de Luces de bohemia, la pieza teatral de don Ramón del Valle-Inclán, que apareció primero por entregas en 1920, y se estrenó muchos años después, primero en París en 1963, y en España hasta en 1970. Cien años del esperpento.

El protagonista, Max Estrella, un escritor ciego fracasado que peregrina por distintos parajes de Madrid, define con precisión el concepto de esperpento en uno de los diálogos con don Latino, su compañero de jornada: “El esperpentismo lo ha inventado Goya… Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el esperpento. El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada”.

Detrás de los ojos que no pueden ver de Max Estrella, están los de Valle Inclán, capaces de penetrar su época a través de la óptica deformada de los espejos cóncavos, en los que se refleja una realidad que por muy grotesca, ridícula o extravagante que parezca, no deja por eso de ser verdadera. Lo trágico en la envoltura de lo risible. Todo viene de Goya, de los monstruos alados de los sueños de la razón, de los disparates que meten el buril en la entraña oscura del poder represor, el poder felón, que es ridículo, prohíbe y manda callar, y lo empuja al exilio.

Disparates, prisiones, suplicios, libertad. Usted no es proletario, le dice el preso a Max Estrella en el calabozo donde va a parar; yo soy el dolor de un mal sueño, responde. El mal sueño de la razón. La pesadilla de la imaginación. Todo entra en la órbita del esperpento. El poder felón al que Goya pone delante de sus espejos cóncavos, es venal, y lo es desde antes, desde Cervantes: que no falte ungüento para untar a todos los ministros de la justicia, porque si no están untados gruñen más que carretas de bueyes, dice en La ilustre fregona; y lo sigue siendo cuando Max Estrella entra en el despacho del ministro, su amigo de los tiempos heroicos. Llega a pedir justicia porque ha sido reprimido por la policía, y agobiado por la miseria, el ciego termina aceptando dinero porque soy un canalla. No me estaba permitido irme del mundo, sin haber tocado alguna vez el fondo de los Reptiles.

La acción de Luces de bohemia discurre cuando España aguanta aún el peso de la restauración, y sobre todo, el peso de la derrota de la guerra de 1898 contra Estados Unidos por la posesión de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, un desastre que marca al país, y marca a la generación de intelectuales de la generación del 98: el propio Valle-Inclán, Baroja que creía en las virtudes regeneradoras de las viejas hidalguías castellanas, y Unamuno, que quería enterrarlas. Y Ramiro de Maeztu, quien dirá en Hacia otra España, haciendo un inventario de esperpentos: “este país de obispos gordos, de generales tontos, de políticos usureros, enredadores y analfabetos…”.

Es cuando llega Rubén Darío desde Buenos Aires con el encargo del diario La Nación de escribir la crónica de la derrota, de lo que resulta su libro España contemporánea. La España que él también mira reflejada en los espejos cóncavos, los supliciados de Semana Santa, doña Virtudes, la reina regenta María Cristina, con fama de avara, que los jueves santos lavaba los pies de los mendigos, y los nobles, que, también como una expiación de culpas, les servían luego la comida en vajilla de plata. Todo como en una toma negra de Los olvidados, de Buñuel, que viene también de Goya y viene de Valle-Inclán.

En la semana trágica de 1909, el año de la muerte de Alejandro Sawa, el escritor sevillano a quien encarna Max Estrella, un carbonero alzado en las barricadas en Barcelona sería fusilado por haber bailado con el cadáver de una monja. Otro aguafuerte de la serie infinita de Goya, otro esperpento de Valle-Inclán, otra toma de Buñuel.

La España de los espejos cóncavos que Darío ve es también la del entierro de la sardina, ya la gente olvidándose de la derrota mientras Madrid iba llenándose de más mendigos inválidos de guerra, recibidos con charanga y alboroto mientras estallaban los motines reprimidos a tiros.

Y Valle-Inclán agrega dos esperpentos, de paseo entre las tumbas de un cementerio. Él mismo, viejo caballero con la barba toda de nieve, y capa española sobre los hombros, es el céltico marqués de Bradomín. El otro es el índico y profundo Rubén Darío.

El último de los poemas de Darío será un poema negro, en que relata una peregrinación fantasmagórica a Santiago de Compostela en compañía, otra vez, de Valle-Inclán.

Una vuelta de tuerca. Porque en Luces de bohemia, otra vez entre espejos en el café Colón, Darío recita para Max Estrella, después de un diálogo sobre la muerte, la última estrofa de ese poema desolado: “...La ruta tenía su fin, / y dividimos un pan duro / en el rincón de un quicio oscuro / con el marqués de Bradomín….”

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