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El PRI: el riesgo de su herencia
U

n antiguo maestro de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México fue alguna vez su director, don Virgilio Domínguez Amezcua (de eso hace ya más de medio siglo) afirmaba entre veras y bromas que en México, ya al final de la década de los 50, sólo existían dos instituciones que funcionan bien: el presidente en turno y el partido oficial, el Revolucionario Institucional (PRI).

Y así parecía entonces, la vida política del país giraba en torno al poder absoluto, durante un sexenio del presidente y del aparato político de control, reclutamiento y reparto de cargos que era el PRI. Nadie más que el presidente, el jefe y su partido, la aplanadora, como la bautizó Nikito Nipongo el agudo y mordaz periodista y humorista, autor de la entonces leída columna Perlas Japonesas.

A partir de entonces, las cosas han cambiado mucho y a fondo, primero lentamente, poco a poco, con la participación de grupos y movimientos políticos, después más rápido, hasta que, en 2018, cuando llegó a la Presidencia de la República el licenciado (más no abogado) Andrés Manuel López Obrador, en forma tal que parece definitiva. Entonces y con él, se logró lo que parecía tan sólo una utopía; el PRI ya entonces mimetizado con su antiguo rival, el Partido Acción Nacional (PAN), para crear ese engendro bautizado como Prian, y si mal no recuerdo, por Manú Dornbierer, se vio obligado y no por voluntad propia, a dejar de ser el centro de la vida política de México.

Pero la debacle para el partidazo no se detuvo ahí. Seis años después, en las recientes elecciones del 2 de junio de este año, la derrota ya no sólo fue clara, sino estruendosa, tan contundente que parece que ahora sí, de esta ya no se levanta; con ella se consolidó el triunfo anterior, se borró prácticamente del mapa al invencible, con un triunfo histórico, que consolida un cambio a fondo: una mujer fue la vencedora, una universitaria a punto de asumir la Presidencia y consumar la apertura a la igualdad de género y aún más, la doctora Sheinbaum llega apoyada por un pueblo lúcido, enterado, comprometido con la política, despierto y exigente.

Así que todo converge para hacer real un viejo sueño impulsado por tres cambios importantes: primero la democracia real, instalada en la sociedad, más allá de la formalidad legal; segundo, llega una mujer a la más alta magistratura y tercero el protagonista, es un pueblo enterado y, por tanto, politizado. Los tres factores parece que hacen irreversible la transformación, el firme paso hacia adelante. Sin embargo, el imperio priísta fue tan longevo que dejó una huella que parece imposible de borrar, un estilo de hacer política que rompieron la dirigente que alcanzó la Presidencia y el amplio sector del pueblo que la siguió; pero no desaparece del todo, al PRI, como a la hidra de Lerna, se le corta una cabeza y le brotan dos. El peligro de que el estilo priísta, ya sin PRI, siga presente ¿es real? O se trata sólo de una más de las campañas de desprestigio de la extrema derecha: Morena es el nuevo PRI. Por supuesto, esto no es cierto, está claro; somos distintos; sin embargo, el riesgo puede estar latente en el trasfondo de las cosas; el peligro estar agazapado.

Hace poco, en una mesa redonda en un programa de televisión, Juan Carlos Monedero, político e intelectual español, afirmó algo que debiera estremecernos de ser un juicio correcto, expresó algo así: El PRI no es sólo un partido es una cultura. ¿Qué significa eso? En mi opinión la observación tiene algo de fondo, pero desde dentro sabemos que, aun cuando la huella del fraude electoral queda, la cultura ancestral de nuestros pueblos, la historia de luchas por las libertad, la igualdad y la justicia social están más arraigadas en nuestro pueblo que la herencia priísta; no podemos olvidar que la primera transformación superó la herencia de la monarquía; que la segunda transformación estableció la libertad religiosa y la tercera transformación venció la dictadura y la desigualdad entre las clases sociales del porfiriato.

En parte es cierto; pero esa cultura fue real en el pasado; su estilo tramposo, de fraude electoral, de publicidad barata dirigida a los ojos y oídos y no a la inteligencia de los votantes; los compromisos políticos, el oportunismo, las recomendaciones, el influyentísimo, el compadrazgo político, los abrazos con grandes y estruendosas palmadas para sellar los tratos están presentes, siguen ahí y su persistencia es contagiosa.

Dos partidos sucumbieron a ese estilo, el PAN que en un tiempo fue un partido de ciudadanos independientes y convencidos y el Partido de la Revolución Democrática, que surgió de la alianza de corrientes de izquierda; pero no sucedió lo mismo con la ciudadanía, con el pueblo, el nuevo protagonista de la transformación. Ese pueblo que ya probó su poder, que se entera y entiende, ha superado la cultura que existió y estuvo presente durante décadas, impulsada por unos y tolerada por otros, pero que un sector de ciudadanos siempre repudió y que es el actual triunfador.