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Juan de la Cabada, según Marco Tulio Lailson
A

unque Juan de la Cabada fue inasible desde joven y durante todos los años de su vida, ahora los muchachos que aman la literatura deberían recuperarlo, conocer su obra, porque si hubo un escritor extraordinario en los años 30, 40 y 50, ese fue Juan de la Cabada, uno de los seres más limpiamente hermosos de la literatura mexicana, uno de los más creativos, a pesar de sí mismo. Su tierra no lo pudo detener, las luchas políticas hicieron jirones sus alas de papel, los elotes de sus dientes, los mechones blancos en su cabeza, sus largos pasos de hombre alto y delgado, su figura de espantapájaros que de pronto aparece en una bocacalle. Juan de la Cabada es el mejor de nuestros personajes literarios, el más libre de nuestros papalotes, el más auténtico de nuestros hombres de letras, el más jugador de su propia vida.

¿Por qué fue grande? Por la originalidad de su vida y la de su obra, también libérrima, y, sobre todo, por su capacidad de entrega a las causas más inteligentes, las más nobles, las de quienes andan por la calle buscando su destino. Juan se alzaba paso a paso como un gran viento de libertad, abría puertas y ventanas, giraba como veleta en las plazas públicas, entraba a los confesionarios a darle un coscorrón al cura aburrido de Dios. Amigo de los que nada tienen y de los que echan a perder su vida y su talento, Juan vino desde Campeche hasta llegar a la Ciudad de México para desplegar entre nosotros sus grandes alas de ave tiznada.

Octavio Paz y, sobre todo, Elena Garro, le hicieron un nido-nidito y protegieron su vuelo cada uno a su modo. Octavio lo admiró; Elena lo usó sin darse cuenta. Encantados por la originalidad de su vida libre, la valentía y la arrogancia de sus acciones y palabras lo incendiaron en la plaza pública. A este hombre hay que imitarlo. Durante su vida, Juan de la Cabada no tuvo remedio porque jamás quiso tenerlo, pero fue como un pájaro, porque en cada una de sus vueltas sobre las olas del mar, y más tarde sobre los volcanes, volaba su creatividad, una originalidad que ahora va más allá de nuestra comprensión, porque cada año nos hacemos más romos y menos libres.

Personaje singular y locamente generoso, ahí fue Juan de la Cabada a zancadas por las calles del centro barriendo su talento sobre los adoquines.

Era bonito encontrarlo en mítines, plazas públicas, playas que también quieren volar, ruidosos cafés. Juan levantaba los brazos y todos los parroquianos se agitaban. Este hombre es el ombligo de México, dijo un organillero. A lo mejor Juan fue el ombligo de México con alas tiznadas que aún no hemos sabido rescatar dentro de nuestra vidita literaria y tampoco dentro de la vida azarosa y tristona de la izquierda mexicana.

Juan de la Cabada tampoco se prestó a homenajes ni a diatribas, aunque sus alas de muchacho loco aguantaron las pedradas, los resorterazos, la cárcel de Lecumberri, la guerra civil de España, en 1939. Juan anduvo por nuestras viditas dizque serenas como un papalote al viento. Al final, su pelo blanco de tan viejo y despeinado volaba como voló su cabeza de niño campechano lleno de palabras deshilachadas. Su pelo lo hizo volar, así como sus brazos de avioncito de patio de vecindad que no eran sino grandes alas de papel periódico. Sus letras también volaron y ahora sería bueno retenerlas y cobijarlas, porque a Juan de la Cabada no le prestamos atención mientras vivió entre nosotros, pero él llenó de luces nuestra imaginación, la de todos los días, la de la explanada del Zócalo y la de París, la de los danzones que tan bien supo pintar un contemporáneo suyo que jamás cimentó en México su popularidad: Miguel Covarrubias, El Chamaco.

En los años 30, Juan vino de Campeche a recorrer todas las benditas calles del centro, caminó sobre las piedras de la explanada del Zócalo que siempre hace olas, recorrió una y mil veces las benditas calles de Donceles y Tacuba, lo vimos pasar como chiflonazo y no supimos retenerlo, porque como intelectuales siempre andamos papando moscas.

Ahora, para suplirnos, emprende su rescate el hidalguense Marco Tulio Lailson, quien ha hurgado en todos los documentos posibles e imposibles de la lucha del Partido Comunista en un México también imposible para él por su singular e irrepetible vocación al fracaso.

Joven y entusiasta, el biógrafo Marco Tulio Lailson acude a la casa para hablar de Juan de la Cabada.

–Marco Tulio, ¿por qué se le ocurrió escribir sobre Juanito de la Cabada?

–Porque conocí su obra en una coedición del Fondo de Cultura Económica (FCE) con el Politécnico, en 1981. Fue un regalo que me hizo un tío. Yo lo leí y me entusiasmó, aunque soy de acá de la Ciudad de México y no de allá, como Juan.

–¿Es un apellido inglés?

–Hay una polémica en la familia sobre si nuestro apellido es sueco o irlandés, pero en realidad venimos de Real del Monte, Pachuca, capital del paste. ¿Usted sabía que en Real del Monte hay un panteón británico? En Real del Monte ya no hay nadie de mi familia, porque están regados en Cancún, en Guadalajara, en San Francisco, y yo vivo aquí, en la Ciudad de México.

–¿Cuándo empezó a reunir la obra de Juan de la Cabada?

–Soy maestro de lengua y literatura en una de las preparatorias de la Ciudad de México, en el plantel de la colonia Del Mar, que es el límite de Tláhuac con Iztapalapa. Doy clases de escritura y procuro despertar en mis alumnos el deseo de leer. El tema no parece interesarles, pero es algo que siempre me ha apasionado y a partir de mi vocación empecé a comprar muchos libros, entre ellos los de Juan de la Cabada. Contra todo lo que yo pensaba, resultó ser un autor prácticamente olvidado. Yo sí tenía referencias de él por lecturas de mi juventud y porque Juan era un personaje público. Seguramente usted recuerda las entrevistas que Cristina Pacheco le hizo en el Canal Once.

“Juan de la Cabada tuvo bastante vida pública; no sólo aparecía en funciones televisivas, sino en periódicos, y lo reconocían en marchas y manifestaciones políticas. Era una figura emblemática. Después de su muerte fue totalmente invisibilizado, a pesar de que lo entrevistó Cristina Pacheco a mediados de los años 80. A partir de 1986, empezó a quedar en el olvido. No había estudios sobre su vida, ni una biografía, y su obra dejó de editarse. La primera compilación de sus cuentos que hizo Ermilo Abreu Gómez para el FCE es de 1981, y sólo hasta 2016-2017 se hizo una reimpresión de Paseo de mentiras. Por eso digo que Juan de la Cabada ha estado en el olvido. En Campeche hay una estatua de él y Bellas Artes creó un premio nacional de literatura infantil con su nombre, aunque nunca escribió para niños.

“Olga Rappaport, protagonista de ‘La conjura’, es un personaje notable. Es una judía interna en una escuela estadunidense que es rechazada por ser poco agraciada. ‘Blanche o el secreto’ es un cuento prodigioso. Lo que conmueve mucho de Juan es el tratamiento del personaje. Gran escritor, Juan tenía capacidad de adentrarse en cada uno. La niña Olga, excluida por sus compañeros, termina dramáticamente y Juan ahí demuestra que tenía una tremenda capacidad para conmoverse, sobre todo por quienes son rechazados. Los comprende como ninguno otro y, con su cuento, logra que Olga Rappaport pase a la historia.”

–Seguramente lo logró porque nunca dejó de ser niño. Muchos sabemos también que Juan salió a España a combatir contra Franco, y en México protegió a los exilados. Además, ayudó a Elena Garro (de padre español) a esconder a El Güero Medrano, líder de la colonia Rubén Jaramillo, en Morelos...

–Lo que encontré es justamente ese episodio importante en la vida de Elena Garro, quien pidió apoyo a De la Cabada para la toma de tierras de hacendados de Morelos y de Guerrero, entre otras, las del banquero Agustín Legorreta.

–¿Tiene cartas de Juan de la Cabada?

–Algunas de su archivo están bajo resguardo de la Universidad Veracruzana. No es toda la obra, porque con la muerte de Julia, la hija de Esther, mujer de Juan, se perdió una parte considerable de su obra, ya de por sí dispersa. Tuve oportunidad de consultar esas cartas y otros documentos que Julia guardó, porque Juan era desordenadísimo, salía de su casa y ni se peinaba; muchos materiales desaparecieron. No hice el trabajo de recoger todo lo desperdigado aquí y allá; lo hizo la Universidad Veracruzana. Gerardo Hurtado Hernández es quien más sabe de Juan; en 2010 publicó algunas de las cartas, gracias al apoyo del gobierno de Campeche. De ahí mi interés por escribir la biografía de Juan para que la publicara Taibo II, quien es de izquierda; ya me hizo una contrapropuesta de publicación y trabajé con la señora Paloma. Encontré documentos en las librerías de viejo de Donceles, que tienen cosas muy bonitas. Antes eran baratas, pero ahora son muy caras, porque los libreros ya descubrieron su valor.

“De Juan de la Cabada, me sorprendió el olvido de la misma izquierda. A excepción de lo que guardó Julia. Por eso dije: ‘Aquí hay un campo muy fértil para investigar’.

“He escrito libros de poesía y me interesa la literatura, porque es lo mejor que puedo hacer y, además, aparecí de joven en un libro colectivo: Con la misma pluma.

“Me fascinó Juan y decidí rescatarlo. En vez de hacerle justicia, los críticos asociaron su literatura con la propaganda de izquierda de entonces y Juan escribió mucho más que eso. ‘María, la voz’, ‘Cortocircuito’ son cuentos fantásticos. Juan no sólo se entregó al Partido Comunista, etiqueta que lo minimiza; fue mucho más que eso. Colaboró en Frente a Frente, órgano de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios. Ermilo Abreu Gómez y Juan de la Cabada fueron grandes amigos, ambos comunistas. Juan era alto, güerillo, de ojos medio rasgados.”

–Sí, se movía en la vida como en un escenario en el que no hay peligros ni límites; era una dicha encontrarlo en cualquier esquina yéndose a Chilpancingo. Juanito, ¿adónde vas? Ay, pues me voy a Iguala, a dar clase; llévame. Pero, ¿cómo voy hasta allá? Bueno, entonces voy contigo a recoger a tus hijos. No tenía orden del día ni plan de vida, y de repente recordaba: Fíjate que creo que no he comido.

–Y esa fue una de las dificultades también para escribir su biografía; saber dónde andaba. Lo que no hacía para él mismo, lo hizo para otros. Hay registros en el Archivo General de la Nación de cómo confronta a los gendarmes en un homenaje a Julio Antonio Mella. La policía lo golpeó y se lo llevó a Lecumberri.