uando un bloque emergente conquista el poder, cuando se convierte en la fuerza de atracción de millones de votantes, ¿qué hacen los miembros de la clase política desplazada?
Una posible reacción es convertirse en un foco de crítica al proyecto emergente. Eso es lo que se hace desde los foros que la propia democracia ofrece. La opinión pública, la prensa, la televisión, y ahora las redes sociales, se transforman en plataformas para cuestionar al nuevo proyecto político dominante.
Pero la otra reacción es la metamorfosis. De pronto, animales que siempre pastaron en los partidos del anterior bloque en el poder, se convierten en chapulines, es decir, en bichos saltarines que, sin pudor, olvidan sus antiguas creencias y fidelidades, y adoptan el vestuario y el credo del nuevo bloque en el poder.
El ingreso a Morena de cientos de miembros de la clase política que habían tenido cargos de elección popular con el apoyo de los partidos políticos hoy vencidos, no puede sino crear sorpresa, repudio y zozobra. Ya se vivió una vez y ahora es probable que lo vivamos otra vez. Entran al partido no por un genuino proceso de autocrítica, sino por un mero oportunismo político. Asumen la camiseta de Morena, pero su corazón sigue latiendo con la sangre del antiguo régimen. Cuando pueden, regresan a su casa de origen. Cuando no pueden volver (no les daría frutos), sus propias maneras políticas los denuncia: hacen política con pautas marcadas por el cinismo, la corrupción, la opacidad, y en beneficio de las clases privilegiadas. Se olvidan de los signos de identidad morenista.
De alguna forma, la mutación es una modalidad de gatopardismo: cambiar todo para que todo siga igual. La mudanza de apariencia no es sino una táctica. Detrás de la superficie, hay un fondo reconocible: siguen operando en beneficio de sus antiguos patrocinadores: negocios para los empresarios que los encumbraron, favores para sus compañeros de partido, puestos para sus camaradas del antiguo régimen, hostilidad a los militantes genuinos del partido emergente. Es una suerte de caballo de Troya. Regalaron su presencia para conquistar votos (al menos esa es la creencia de los dirigentes de Morena), pero en el fondo son un regalo envenenado. Dañan el prestigio del partido: éste pierde su diferencia y los votantes dicen son todos lo mismo. Lastiman a sus militantes pioneros, aquellos que dieron años de esfuerzo y de sacrificios para vencer a la casta asociada a la corrupción, y que ahora ven que su trabajo militante es cosechado por los colonizadores del partido.
El malestar es público y en este año está generando zozobra entre los militantes. ¿Cómo vamos a trabajar en beneficio de estos personajes que se suman pero que restan? La dirigencia sonríe en su confusión y parece ignorar el efecto nocivo de sus adquisiciones. La base social, los ciudadanos que han hecho posible el crecimiento de Morena, siguen firmes en su convicción (AMLO es su héroe, líder y fundador), pero manifiestan su desengaño con las actuales dirigencias regionales: ¿cómo dejaron entrar a tanto pillo?
En el fondo, la respuesta se encuentra en el hecho de que Morena no ha tenido una auténtica vida partidaria, un espacio donde se procesen democráticamente las propuestas de candidatos y se discuta la agenda que se va a defender en el escenario regional. Ese es el desafío más importante para el tiempo porvenir: constituir espacios de reflexión interna que permitan, democráticamente, definir perfiles de candidatos y compromisos de programa que como gobierno deberán acatar. De no hacerlo, los candidatos chapulines seguirán infiltrándose y llevarán a la práctica su propia agenda. Ya lo hemos visto en muchos puntos del país. Es un mal que aqueja tanto a Mérida como a Xalapa, Cuernavaca y Orizaba, y en el norte tampoco cantan mal las rancheras. Quizás se ganen votos, pero el precio es muy alto: se pierde la identidad y el triunfo es pírrico.
*Doctor en ciencias sociales y ex presidente municipal de Xalapa