ntre puente majestuoso que se desploma y vagón de tren del ensueño presidencial que se descarrila, la pradera arde: centenares de incendios prenden alertas entre poblaciones enteras. El jueves 28 la Comisión Nacional Forestal informaba que “entre martes y miércoles se incrementaron de 95 a 120 los incendios forestales activos con una superficie siniestrada de 7 mil 137 hectáreas (…) La mayor superficie afectada se localiza en Veracruz, con 2 mil 66 hectáreas, y en segundo lugar, Hidalgo, con mil 819 hectáreas”; grotesco juego de Pandoras que parece coronarse con la advertencia de la inminente llegada del dengue y otras maravillas naturales.
Este siglo va perfilándose a quedar registrado como una época en la que el orgulloso Rey de la Creación
se enfrenta a una serie acumulada de adversidades para las que no está, no ha estado, listo para lidiar, menos superar; la madre natura ya no parece dispuesta a dejar de cobrar facturas por los abusos y maltratos recibidos que, entre nosotros, han sido señalados con oportunidad, claridad, rigor y temple por José Sarukhán y sus colegas.
Total, la era posglobal que prometía una reproducción interminable se ha encogido sin haber podido exhibir las novedades originalmente pregonadas. No arribamos al fin de la historia, punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano
, como apuntaba Fukuyama (Francis Fukuyama, El fin de la historia, consultado en https://tothistoria.cat /wp-content/uploads/2019/08/1_Fin delaHistoria.pdf). Ni el gran proyecto del mercado libre, global e incluyente se cumplió.
Sin decretar nuevos fines de la historia, parece obligado admitir que aquel sueño ha terminado y que sus grandes promesas se han difuminado. El mundo no goza de unas redistribuciones económicas significativas y sostenibles, ni las condiciones de vida de amplios contingentes permiten hablar de un Estado de Bienestar propiamente dicho. Más que la implantación de una realidad de seguridad y satisfactores para todos, como la pensada por los pioneros de la reforma capitalista de la posguerra, tenemos un Estado de Malestar.
Desazón que, en diferentes coordenadas y latitudes, ha puesto en la picota las ensoñaciones con regímenes transformadores, revolucionarios como llegó a decirse, alimentados por la competencia, el libre comercio y la innovación, así como la extensión de la democracia y los derechos humanos.
Lejos estamos de aquel momento
tras la Gran Depresión de los años 30 y la Segunda Guerra, cuando las clases dirigentes asumieron la necesidad de construir un contrato social y se dispusieron no sólo a reconstruir el capitalismo, sino a crear un Estado de bienestar. Pacto que por décadas reconcilió
al capitalismo con el progreso social y la democracia; acuerdo que empezó a crujir tras la crisis de deuda y pagos en los años 70 del siglo pasado, que derivó en la implantación de los nefastos programas de ajuste estructural
. Luego, con la irrupción del globalismo neoliberal, se imaginó un mundo nuevo que, sin amenazas
comunistas, permitía la libertad universal del mercado y la expansión de la democracia.
Nada o muy poco de esto pudo arraigarse en un mundo acosado por crisis financieras (2008-2009), pandemias, extensas migraciones humanas y, de nuevo, guerras y discursos apocalípticos desde las cumbres del poder. Ahora el mundo encuentra otros puentes que, sin barandales, nos inquietan con sus señales ominosas; mientras Putin hace su enésima rabieta contra los musulmanes terroristas o los ucranios insumisos, el espectro nuclear vuelve. Bajo el sol inclemente predominan el calor, el fuego, y muy mal humor: combustibles propicios para que el mundo reciba un verano con descontentos intensos.
¿Y nosotros? Ya ni la queja o el lamento nos sirven de consuelo. Las invectivas y juicios sumarios del Presidente al neoliberalismo y sus epígonos poco (le)sirven, habida cuenta del caudal de calamidades que se avecina. Aun sabiéndolo, las falanges y sus gladiadoras no se atreven ni siquiera a sugerir la conveniencia de una gran y profunda reforma del capitalismo que abra, o al menos trace, avenidas a un mejor estar, antes de que podamos arribar a un bienestar generalizado que, para serlo, debe ser universal.
Sin haber sido moneda de uso corriente, la solidaridad se nos ha esfumado; por eso los alcances de nuestros acuerdos y planes de cooperación no llegan muy lejos. Es mejor y más mediático atizar los fuegos del enojo y el rencor, de las condenas sumarias y las descalificaciones sin apelación posible. Así planteadas las cosas, nuestro naufragio democrático puede ser más dañino y destructivo que el del buque estrellado en el puente de Baltimore, sin culpables y, mucho menos, responsables.