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200 años de federalismo
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ras 11 años de una guerra devastadora que agudizó el celoso localismo de pueblos y regiones que tenían muy escasos contactos entre sí, en 1821 México se declaró independiente. Tras un fugaz intento imperial (Iturbide duró 10 meses de emperador, y cuando estalló la rebelión republicana se desplomó en menos de dos meses) se convocó a un (segundo) congreso constituyente. No se discutió el carácter republicano que desde entonces adoptó México de manera ininterrumpida (porque durante el imperio impuesto por las bayonetas de la principal potencia militar del mundo entre 1863 y 1867, siguió existiendo la legalidad republicana), pero también se impuso como condición para la convocatoria al Constituyente que se adoptara el sistema federal.

Quedó claro que sin federalismo no se sumarían al Congreso ni a la nación que se quería constituir, las élites regionales de Jalisco y Zacatecas (hasta muy poco antes el reino de la Nueva Galicia, que con su propia audiencia y diócesis se consideraba en muchos aspectos distinto de la Nueva España), los de las Provincias Internas de Oriente (Nuevo León, Coahuila, la despoblada Texas –territorio comanche– y la Tamaulipas casi recién incorporada a la dominación española), y Yucatán (que abarcaba los actuales Campeche, Quintana Roo y Tabasco y había sido una Capitanía General autónoma en la práctica, sin contacto terrestre con el resto del país naciente). También Oaxaca y Occidente (hoy Sonora y Sinaloa) impulsaron el modelo federal como condición, y Chiapas sólo se sumó a la República cuando pareció que el modelo no tendría marcha atrás.

El federalismo resulta, pues, de la realidad de un territorio fragmentado por la guerra, la geografía, los regionalismos, y se creó para reunir lo separado y constituir una nación de más de 4 millones de kilómetros cuadrados y sólo 8 millones de habitantes, de los que cinco vivían en el altiplano central y más de dos en el sur y sureste, sin vías naturales de comunicación y casi sin comercio exterior ni mercado nacional. Conviene también señalar que la población de la Ciudad de México no llegaba a 4 por ciento del total nacional, por lo que no existía el centralismo demográfico y económico que se aceleró en la década de 1940.

Existía además como precedente inmediato la convocatoria a las Cortes que redactaron la Constitución de Cádiz (a las que nadie ha acusado de veleidades yancófilas), que al ordenar la creación de las diputaciones provinciales y la erección de ayuntamientos donde no los hubiera, reconocieron la existencia de esos vigorosos intereses regionales. Muchos historiadores han encontrado claras continuidades entre las cortes y diputaciones de la década de 1810 y los congresos de la década de 1820.

Regresemos a la historia: derrocado Iturbide y convocado el segundo congreso constituyente (después de que las autoridades y las diputaciones provinciales de Guadalajara y Mérida –que dominaban nueve de los actuales estados de la Federación– se declararon estados autónomos), los apremios de las élites regionales representadas en las diputaciones provinciales convencieron al presidente de la comisión de Constitución, Miguel Ramos Arizpe, de la necesidad de proclamar un acta que dejara claro que se adoptaría el federalismo. Así, el 31 de enero de 1824 se promulgó el Acta Constitutiva de la Federación Mexicana, cuyo artículo 1º dice: La nación mexicana se compone de las provincias comprendidas en el territorio del virreinato llamado antes Nueva España, en el que se decía capitanía general de Yucatán, y en el de las comandancias generales de provincias internas de oriente y occidente. Es decir, unificaba, cuatro gobiernos y dos audiencias antes distintos y separados. El ar­tículo 5º proclamaba que la nación adopta para su gobierno la forma de República representativa popular federal. Y el 30 reconocía su fuente fundamental en derecho: La nación está obligada a proteger por leyes sabias y justas los derechos del hombre y del ciudadano. Nueve meses después se proclamó la Constitución, erigida sobre esas bases y el principio de la soberanía popular.

Los poderes locales primaron claramente sobre el poder del centro y fueron el nervio que permitió a la República no disgregarse ante la presión de las potencias imperialistas, por lo menos hasta la década de 1880. Fueron los estados los que aportaron el grueso de los ejércitos que defendieron al país en 1846-48 y en 1862-67, encuadrados como Guardia Nacional (y como guerrilleros, en 1864-66). La bandera del federalismo, tanto como la de la República popular, guiaron a aquellos que hicieron de México un Estado soberano. Y desde 1867 nadie ha vuelto a poner en tela de juicio los dogmas sobre los que se erige dicho Estado: México es (o debe ser) una República democrática, representativa, popular y federal.

Para entender el origen de esos dogmas en nuestra historia constitucional, recomiendo La invención del sistema político mexicano, de Luis Medina Peña (FCE, 2004).