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El Popo y la Izta
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▲ Vista del Popocatépetl, Dr. Atl, 1934.Foto colección Blaisten
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ace algunos años, un campesino de Ixtlahuaca llegó a la Ciudad de México y preguntó: ¿Dónde están los volcanes, que ya no los veo? Antes se me aparecían en cada esquina. Tenía razón, en mi rumbo, Coyoacán, los volcanes ya no son telón de fondo. Para verlos, hay que subir a la azotea y esperarlos bajo el sol inclemente. Antes surgían en cualquier esquina como si fueran dos amigos que de pronto te abrazan y te invitan: Vámonos a tomar una copa. Todavía en los años 50 eran parte de nuestra vida, podías estirar el brazo y rascarles el copete, pero hoy, en 2023, los rascacielos los esconden y a cambio ofrecen un ejército hiriente de antenas que rompen el cielo.

La grandeza de las laderas nevadas y los casquetes blancos de nieve que antes nos hacían prometernos: Algún día voy a subir allá arriba, ya no pueden verse ni en los días más claros.

Otras naciones tienen cordilleras que hay que atravesar para alcanzar al país vecino. Entre Francia y España los Pirineos nevados desafían a montañistas que a su vez confrontan sus picos nevados y sus noches heladas, y así llegan al país vecino. Al inicio de la Segunda Guerra Mundial, mi padre atravesó los Pirineos a pie. Salió desde la ciudad de Pau, en Francia, y ya cerca de la frontera caminó escondiéndose de los carabineros para poder llegar a Madrid y de ahí alcanzar a De Gaulle en África. En Argel, lo esperaban sus dos jóvenes sobrinos, hijos de sus hermanos mayores, Philippe y Michel, casi adolescentes. Michel llegaría más tarde a ser secretario de Gobierno de Giscard d’Estaing, e incluso vino a México con él el 27 de febrero de 1979. Antes, en 1964, México le había hecho a De Gaulle el recibimiento que sólo se brinda a un héroe, y que él no olvidaría nunca. El zócalo lleno a reventar le dio el espectáculo de miles de banderas azul-blanco y colorado que se agitaban en las manos de mexicanos que lo vitorearon. De Gaulle se inclinó cuan alto era para reconocer que ningún país lo había recibido a pleno sol y con tanta festiva alegría. Del 16 al 19 de marzo de 1979, López Mateos (López Paseos) se empeñó en hacer de su visita un sueño inolvidable. De todos los países visitados, ninguno más sensible y más receptivo. Recuerdo que mi muy querida y admirada Jesusa Palancares aseguraba en su cuartito de tres por cuatro metros en una colonia perdida: Qué bueno que vino; yo tuve un abuelo francés.

Invitado por el entonces rector Ignacio Chávez (quien se formó como cardiólogo en París), De Gaulle pudo observar nuestros volcanes a través del ventanal del último piso de la Torre de Rectoría de Ciudad Universitaria. Si tuviera más tiempo, me gustaría subir a su cima –comentó. Subir a la cima de cualquier cosa fue siempre una de las aspiraciones de De Gaulle. Muchos franco-mexicanos aficionados al alpinismo le ofrecieron su compañía, pero en una visita oficial no hay cabida para antojos. Por tanto, la Izta y el Popo se quedaron esperando, pero están acostumbrados, porque los volcanes esperan hasta que un día pierden la paciencia.

¿Se secan los volcanes a los rayos del Sol? ¿Esta ola de calor de 2023 los enojó? Ahora que ya no vive el Dr. Atl, ¿cuándo le rinden pleitesía los pintores, los fotógrafos? ¿A qué hora de la madrugada empiezan a escalarlos los montañistas?

Dos gigantes dormidos custodian la vida de los mexicanos y los acompañan a lo largo de su vida. Hoy por hoy, en el año de 2023, el Popo y la Izta, un hombre y una mujer, don Goyo y doña Izta, rigen la vida de los campesinos que los encuentran a la vuelta de la esquina en su camino al mercado, a la iglesia, al campo de maíz. Los veneran, son sus dioses y siguen su camino, porque el tiempo apremia y hay que sembrar, barbechar, cosechar, comer y dormir. Y si el trabajo lo permite, hacer el amor.

Como don Goyo y doña Izta, los lugareños viven entre dos erupciones, la de su vida y la de su muerte. Así como los volcanes, crecen, y en la punta más alta su cráter recoge la nieve y apaga su fuego interior, que ya no se escurre en ríos de lava a la tierra, sino en pocas ocasiones.

Los volcanes son nuestros guardianes. Rendirles pleitesía es parte de nuestra vida diaria. Los lugareños se preocupan cuando el Popo y la Izta ya no pueden consigo mismos, se enojan, estallan o se derriten, les tiemblan las rodillas, regresan a su niñez y, al igual que a los humanos, hay que tomarlos en brazos, cantarles, camelarlos y repetirles mañana, tarde y noche: Te quiero. Es costumbre inclinarse ante ellos, besar sus pies fríos y decirles cuánto respeto inspiran. Y cuánto amor. Son nuestros dioses. Los tiemperos nunca dejaron de ir a Tonantzintla a preguntarle al astrónomo Guillermo Haro: Oye, ¿tú crees que la calor es mala para los volcanes?

El peligro de su fumarola o su lluvia de cenizas data de siglos. Don Goyo y su Izta cuidan a Santiago Xalitzintla, el hijo que nunca se separó de ellos y quedó todo tiznado en la última erupción. También respetan a las 300 capillas de Cholula, cuyas campanas tocan como la de la iglesia de Santa María Tonantzintla y la de San Francisco Acatepec, y a veces las de 300 iglesias de Cholula, cuyas campanadas acompañan su vida lenta y monótona, porque en la falda de la montaña nada cambia nunca.

El Dr. Atl fue el primer vulcanólogo. Al igual que los tiemperos y los graniceros, el pintor se sentó frente a los volcanes de la mañana a la noche, bajo el sol o bajo la lluvia, a pintar a los volcanes y a lamentar la pobreza de las parcelas. Años más tarde, les propuso el astrónomo Guillermo Haro: ¿Por qué no siembran flores?, y doña Pascuala y don Fermín florearon la falda de la montaña. Las flores de Tonantzintla también cubrieron el valle de San Andrés Cholula, y ahora muchas camionetas bajan a la avenida Revolución de la Ciudad de México a cubrirla de flores que desaparecen en un santiamén en los mercados.

En 1520, los volcanes fueron piedra imán para los conquistadores, y siguen ejerciendo su poder sobre hombres, mujeres, ancianos, niños, filósofos y el Dr. Atl, quien los pintó hasta sus 85 años. Gerardo Murillo, el Dr. Atl, subió al Popo y a la Izta y nos hizo ver que sobre las convulsiones de la tierra se levantan incomparables de belleza y de desprecio.

Los volcanes nos desprecian, sí, pero también les complace que los escalemos. El Paricutín fue el más joven de todos los volcanes americanos, y su lava sepultó a dos pueblos de Michoacán, a pesar de que en uno se levantaba la iglesia de El Señor de los Milagros. Esa erupción le tocó a mi mamá, y allá fue a admirarla; al regresar nos dijo a mi hermana y a mí: Un volcán es un milagro.

El Dr. Atl habría de dar a luz a su propio volcán, que explotó en 1943. Le arrancó una pierna, pero le permitió pintarlo y ponderarlo en el libro Cómo nace y crece un volcán: El Paricutín.

Años después, en Tlamacas, Rafael Doniz vio una fumarola, la retrató obsesivamente y don Sebas, su acompañante le dijo: Así como hizo antes, va a enojarse de nuevo el Popocatépetl. En unos cuántos días llegará a pelearse con las nubes.

Así como Rafael Doniz, los campesinos saben que una fumarola presagia erupción. Nadie ni nada más sorpresivo que un volcán. Ni más traicionero.

El Popocatépetl y su Iztaccí-huatl son el imán de México, la clave de su misterio y la de nuestra existencia, el origen de su grandeza. Sin ellos, seriamos huérfanos. Don Goyo (como llaman los lugareños al Popocatépetl) es nuestro papacito; las mujeres somos hijas de la Iztaccíhuatl. De Volcano, dios romano del fuego viene la palabra volcán, pero al Popocatépetl se le adelantaron varios volcanes y seguro vendrán otros más para que los vean los hijos de nuestros hijos. ¿Qué sería de nosotros sin el Popocatépetl y la Iztaccíhuatl? Seríamos un país sin ojos, sin voz, sin gracia, un país sin posibilidades de nutrirse con el suave pecho, los labios del planeta, como pidieron Pablo Neruda, José María Velasco y Carlos Pellicer.