diferencia de administraciones anteriores, parece que la de Andrés Manuel López Obrador no tendrá que esforzarse por desplegar ninguna estrategia de mercadotecnia para que sus ocurrencias circulen como verdades ejemplares. Así lo sugieren sus espectaculares índices de aprobación tras casi cinco años de un gobierno accidentado y, para muchos, errático.
Parece innecesario insistir en que el gobierno ha elegido el camino de la confrontación verbal o de la agudización de las tensiones como forma principal de intervención pública. Tampoco se requiere reiterar que del lado opositor no hay mayores señas que indiquen alguna búsqueda de diálogo. La agenda nacional, cargada de problemas no resueltos y en no pocos casos abultados por la omisión o el exceso del gobierno, aparece borrosa y sin que los dirigentes de la política y del Estado se inmuten.
Mantenemos el antiguo convenio contra cualquier tipo de violencia, porque sabemos que, venga de donde venga, tendrá efectos devastadores en nuestra convivencia y nuestros intercambios. Y sin embargo, la violencia criminal nos abruma porque ha llegado a dibujar un escenario aterrador que, para no pocas comunidades y regiones, es una realidad en curso.
Estamos muy lejos de haber superado los añejos reflejos autoritarios que han marcado nuestra historia nacional. Se mantiene la intolerancia política como expresión consentida del ejercicio del poder, se reciclan viejos discursos autoritarios y se presentan muchas distorsiones democráticas como si de voluntades divinas se tratara: la mayoría siempre tiene la razón, se dice voz en cuello. El juicio sumario no se hace esperar y desde arriba de la pirámide se tacha de traidor al discrepante o al crítico, desatando una persecución inaudita a quienes han optado por el respeto a la Constitución y el derecho.
El acoso a los jueces y ministros de la Suprema Corte o a ejemplares servidores públicos como Lorenzo Córdova y Ciro Murayama se ha vuelto práctica cotidiana de los militantes de Morena, azuzados por sus dignatarios. No puede haber, en estas condiciones, lugar para una deliberación pausada sobre el estado real del sistema político que nos heredó la transición a la democracia. En qué momento se olvidó que la democracia no se corona en reformas electorales interminables ni en el cambio de unos políticos por otros será curiosidad cultivada por los historiadores del futuro. Por lo pronto, lo que reina es el silencio, apenas interrumpido por el exabrupto mañanero o el mal humor del mandatario.
Este empantanamiento político debería remitirnos a recordar la importancia de las normas, sin las cuales no puede haber instituciones para encauzar el conflicto y auspiciar el consenso. Pero antes y después del reconocimiento de la relevancia de las reglas, están el aprendizaje político y la cultura de la deliberación, sin los cuales no puede haber lenguaje democrático.
Respetar al otro y buscar en sus dichos y hechos alguna posibilidad de enriquecimiento del discurso propio es un consejo crucial que el actual grupo gobernante, heredero del tránsito democrático como pocos, ha decidido olvidar o de plano sepultar. Y lo hace cuando el país está urgido de un nuevo pacto social, de un reconocimiento renovado de que una república, para vivir y reproducirse, tiene que ser vista y entendida como la casa de todos; sin excepción.
Aquel acuerdo en lo fundamental a que invitaban los liberales fundadores del Estado nacional, testigos de su desgarramiento precoz y dolidos por la agresión externa auxiliada desde dentro por la insensatez vuelta traición desesperada, sigue estando en nuestra agenda apenas revisada. Lo fundamental es el acuerdo, porque sin eso la marcha se vuelve estampida y el coloquio griterío.
Esta debería ser tarea prioritaria de un gobierno transformador de la vida pública y la existencia social, pero el actual parece haber optado por su contrario. De aquí la urgencia de una convocatoria ciudadana que no soslaye las cuestiones básicas de su sobrevivencia pero que, como divisa de mando, insista en que la deliberación abierta, prudente e ilustrada es la savia de toda comunidad dispuesta a navegar por los océanos turbulentos de una globalidad sin orden ni concierto.
Darle transparencia a la agenda nacional debería ser el compromiso mayoritario. Con y sin encuestas.