uando se supo el apellido de quienes serían nuestros compañeros de salón en la primaria, la reacción fue de auténtico terror. Si hacía apenas poco más de dos décadas, los de esa familia habían sido capaces de esperar, emboscar y matar de 15 tiros nada menos que a Francisco Villa ¿qué podríamos esperar nosotros, las y los pocos niños que asistíamos a la escuela en la muy pequeña ciudad de Camargo, Chihuahua? Era cierto que los nuevos eran también niños como nosotros –posiblemente nietos o sobrino-nietos de los asesinos–, pero ya esa edad el concepto y la vivencia de la muerte estaba bien desarrollado entre nosotros porque lo habíamos oído y vivido como realidad imparable y definitiva en el tío muerto a balazos al pasar por una cantina, en el velorio de un trabajador de Teléfonos que cayó de un poste y fue velado a la vista de todos y en la historia de aquella ejecución del general en su automóvil, en la bajada de un puente de Parral, Chihuahua. Destacando mucho más que los personajes que poblaban nuestra niñez, Villa era una presencia directa, tangible y enigmática. El hermano del abuelo Crisóstomo, cuyo hijo mayor fue luego el primer ingeniero del Poli que tuvo Camargo, se había ido con Pancho Villa e igual hizo su padre Mariano, y aunque sólo éste último regresó, con Lázaro Cárdenas la revolución les dio tierra a su familia. Pero no se hablaba mucho de eso, como tampoco de otras cosas.
Interrogada la abuela madre de 10 hijas e hijos y decenas de nietos sobre cómo había sido vivir durante la revolución, no ofrecía grandes respuestas. No mencionaba a los muertos de la familia por esa causa, ni otras cosas peores que mucho después se supo sucedieron en Camargo (como el atroz asesinato de 90 mujeres ordenado por Villa derrotado y descompuesto, que narra Katz). Para desesperación de nuestra infancia curiosa, eran más los silencios y misterios. Y el abuelo Crisóstomo, a pesar del significado de su nombre (el de la boca de oro
) era aún más parco y taciturno. Las historias venían entonces de las seis tías que se reunían los domingos y eran historia viva pero también de otras partes, como de la familia palestina que nos dejaba cortar moras, de Kazuza; el médico japonés, del tío alsaciano herido en Argelia, del español sevillano, y del misterio del alemán ciego y de Piñoncito, el jefe de la oficina local de Hacienda, que era hijo adoptivo de Villa. Y los rarámuri.
Tal vez por todos estos silencios e historias, cuando al final de la secundaria hubo que vivir en la capital del Estado para estudiar preparatoria, vinieron más descubrimientos. Uno importantísimo fue saber que además de las mansiones afrancesadas del porfiriato y del frondoso parque Lerdo, había en las afueras una casa sencilla pero grande, de amplio jardín central y habitaciones que lo rodeaban. Era la casa de Francisco Villa, y en ella todavía vivía la esposa doña Luz Corral, poco antes de la rebelión de Madera. Y por las tardes era posible ir a tocar a la puerta, ser invitado a pasar y platicar de todo. Rodeada de una parvada de pequeños nietos traviesos, con abanico y mecedora, la matrona de pelo blanco y serranos ojos azules, no tenía empacho en compartir la frescura de un enorme jardín y platicar con el jovenzuelo de 14 años que quería saber de Villa. Y así, sin tener ya que trabajar en la imprenta del papá después de la escuela, y viviendo ahora solo en la que parecía enorme capital del Estado, era posible informarse de esas y otras historias y leyendas. Como las de los Terrazas, que luego de salvajemente derrotar a los apaches fortalecieron un enorme emporio hacendario. Yo no soy de Chihuahua
se cuenta que decía el principal potentado, Chihuahua es mío
. Un poder y riqueza que llevó a la rebelión de Tomochi, y luego a la Revolución. De doña Luz brotaban historias, anécdotas y recuerdos cuando en cada cuarto mostraba roperos, burós, camas, fotos. Había en uno de ellos, colgada en la pared, una espada que en la hoja advertía: “Cuando esta víbora pica, ni remedio de botica.“ En otro, un revólver, enorme, en cuya cartuchera se leía: No me saques sin razón, ni me guardes sin honor
. Al fondo, en un cobertizo estaba el auto oxidado pero intacto salvo por las perforaciones de los disparos. Uno de ellos había abierto un breve surco en la lámina del capó del motor para entrar luego al habitáculo de los pasajeros. Décadas después volví al lugar y ya era de otros. Doña Luz se había ido y la casa había sido transformada por el cemento en un sepulcral museo. Ya no era un ámbito familiar, lleno de historias y piezas, oasis de vegetación contra el calor, con muchos pájaros y villitas, los y las nietas de Villa, que corrían desobedientes de las órdenes de la abuela. Es conocer la historia como parte de la raíz profunda, la identidad propia, tal como debería ayudar a hacerlo nuestra hasta hoy rígida escuela, tan lejana de la vida.
* UAM-X