uando en marzo pasado anunciaba que tenía cáncer terminal y pocos meses de vida, se notaba tranquilo y cumplido. Pocas personas pueden decir que sus acciones ayudaron a poner fin a una guerra, fortalecer la libertad de prensa y derribar una presidencia. Daniel Ellsberg, quien murió la semana pasada a sus 92 años, hizo precisamente eso, aunque nada pasó sin sus claroscuros. Fue analista militar vuelto un denunciante (whistleblower), que en 1971 filtró los Papeles del Pentágono que mostraban que el público estadunidense había sido mentido por décadas sobre la guerra en Vietnam. Los presidentes y altos funcionarios sabían que no podían ganar, pero –como el secretario de defensa Robert McNamara que comisionó aquel estudio−, estaban preocupados por la imagen de Estados Unidos
y apostaban por la escalada militar. Después de haber visto esto desde Washington y desde la realidad de Vietnam donde asesoraba sobre los programas de pacificación
, Ellsberg empezó a sacar el estudio ultrasecreto de más de 7 mil páginas y a copiarlo por la noche en una Xerox alquilada. Cuando Washington nuevamente extendió la guerra con bombardeos en Laos y Camboya, decidió hacerlos públicos.
Si bien sus revelaciones contribuyeron a terminar la guerra en 1973, su impacto fue menor de lo que esperaba. La apuesta de que la verdad haría libres a los estadunidenses
−como dijo en los escalones de la corte en la que enfrentaba, bajo la Ley de Espionaje, una condena 115 años de prisión− no se materializó. Muchos ciudadanos abrumados por las verdaderas incómodas prefirieron aferrarse a los propios gobiernos mentirosos (un síndrome que dio origen al concepto de la posverdad
). Durante su tiempo en Harvard, delineó la llamada paradoja de Ellsberg
, hoy parte importante de la teoría de juegos (de cómo la preferencia por probabilidades bien definidas por encima de la incertidumbre influye en la toma de decisiones) y aquella reacción del público, como él mismo reconoció, fue su corolario práctico: cuantos más secretos uno pueda acceder, hay menos capacidad de actuar con ellos. Aun así –algo que hoy aplica a la crisis climática o nuclear– nunca perdió la convicción de que decir la verdad y exponer las realidades puede ayudar a lograr un cambio radical.
La idea inicial era entregar los Papeles a miembros del Congreso, pero todos temían aceptarlos. Su segunda elección fue la prensa. La publicación de The New York Times denunciada por el gobierno de Nixon como acto de espionaje que ponía en peligro la seguridad nacional
generó confrontación en torno a la Primera Enmienda. Pero cuando acciones legales del gobierno bloqueaban publicación de un periódico, Ellsberg les daba los Papeles a otros. Al final, 17 periódicos participaron en la filtración y tras una ardua batalla legal, la Suprema Corte falló a favor de la libertad de prensa (decisión que años más tarde permitió que The Guardian publicara las filtraciones de Snowden). Aún así, el propio Ellsberg se quedó perplejo por la manera en que los periódicos se congratularon por la valentía
de publicar los Papeles, pero en ningún momento cuestionaron el meollo de las políticas imperiales de Estados Unidos (algo que resaltó también años más tarde, cuando fueron instrumentales en diseminar las mentiras detrás de la invasión a Iraq).
Contrariamente a lo que se piensa a menudo, Los plomeros, la unidad secreta creada por la Casa Blanca para el trabajo sucio de inteligencia, no fue formada para el allanamiento del complejo de Watergate (algo que ocurrió después), sino para desacreditar a Ellsberg en la prensa y en el juicio, mediante el robo de documentos de su sicoanalista. Si bien los Papeles hablaban de las mentiras de gobiernos anteriores, Nixon y Kissinger estaban en medio de una campaña ilegal de bombardeo de Laos y Camboya –sin conocimiento del Congreso– y empezaban sus negociaciones con China, todo lo que las filtraciones ponían en riesgo. Kissinger, que trabajó con Ellsberg en el pasado, se fue con todo contra él, tildándolo de El hombre más peligroso de Estados Unidos
. Para despertar los resentimientos de Nixon, lo describió como inteligente, subversivo, promiscuo, perverso y privilegiado
, con ambos entrando en un estado de frenesí antiellsbergiano
que acabó en su propia caída. Si bien no había pruebas directas de que Nixon ordenara lo de Watergate, había hartas evidencias de sus malas conductas respecto de Ellsberg, por lo que finalmente fue desechado su juicio, y una parte del impeachement de Nixon se basaba en ellos.
Ellsberg pudo haber contribuido así a la caída de Nixon, pero las prácticas expuestas o detonadas por él persistieron. Kissinger, gracias a un buen publirrelacionista (PR), se salvó del debacle y sus ideas acabaron revigorizando el imperialismo e intervencionismo estadunidense. Además, los periódicos que en su momento abrazaron a Ellsberg −y que hoy lamentan su muerte− lo celebraban ritualmente como un buen héroe
yuxtapuesto a los villanos irresponsables
, como Edward Snowden, Chelsea Manning o Reality Winner, sin querer notar que él mismo, hasta sus últimos días, alentaba y apoyaba a los nuevos whistleblowers.
Siempre apoyó también a Julian Assange, que sólo ofreció una plataforma para las filtraciones, pero acabó acusado bajo la misma Ley de Espionaje que Ellsberg. Si bien, como editor, debería estar protegido por la Primera Enmien-da como en su tiempo The New York Times y otros, la prensa mainstream desde el inicio se lo dio de comer a los lobos. Vale la pena pensar en él despidiéndonos de Ellsberg.