or alguna extraña razón que compete al comité de selección, el cine mexicano no suele entrar en la sección competitiva del festival. Si no recuerdo mal, la última película concursante hasta la fecha ha sido Las razones del corazón, de Arturo Ripstein, en 2011. Esto resultó en una andanada de insultos del cineasta, pero eso es otro chisme.
Este año México está presente como coproductor de la cinta argentina El suplente, de Diego Lerman, exhibida ya el sábado y ha sido de lo mejorcito de la sección oficial. Las instancias mexicanas son Pimienta Films y Eficine. En la sección Horizontes Latinos, también competitiva, el cine nacional ha sido un invitado –y un ganador– más frecuente. (El año pasado, Selva de fuego fue la triunfadora y ahora su directora, Tatiana Huezo, está en el jurado). Aquí participan Dos estaciones, del debutante Juan Pablo González, y Ruido, tercer largometraje de Natalia Beristáin. Mientras la ecuatoriana La piel pulpo, de Ana Cristina Barragán, también tiene inversión mexicana.
En otras secciones, Manto de gemas, de Natalia López Gallardo y premiada en la Berlinale, es parte del programa de Perlak. Como también lo es Bardo: falsa crónica de unas cuantas verdades, de Alejandro González Iñárritu. Finalmente, La hija de todas las rabias, de la nicaragüense Laura Baumeister, con coproducción mexicana, participa en la sección New Directors. Volviendo a la competencia, hoy se vio Le lycéen (El preparatoriano), del francés Christophe Honoré, director que por lo general no me convence nada. En este caso trata de Lucas (Paul Kircher), un adolescente gay de 17 años en medio de una crisis existencial agravada por la muerte de su padre en un accidente automovilístico. Poco puede hacer su madre (Juliette Binoche, con constante cara de preocupación) por su vástago menor, que se refiere a sus problemas en un monólogo constante. Un viaje a París sólo le permitirá un poco de promiscuidad sexual y todo culminará con un torpe intento de suicidio.
Es evidente la simpatía de Honoré por su protagonista, así como su interés personal en el asunto –la película está dedicada a su padre–, pero uno se pregunta por qué la filma con predominio de acercamientos temblorosos, como si estuviera hecha para la televisión. Con todo, es lo más aceptable que le conozco al realizador.
Donde no entré de plano fue al enrarecido mundo de Il Boemo, del checo Petr Vaclav, la biografía del compositor Josef Myslivecka, activo en la segunda mitad del siglo XVIII. Interpretado por Vojtech Dyk, el músico –totalmente desconocido para mí– participa de la grilla cortesana, entre cantantes y miembros de la realeza, intercalada con largas secuencias operísticas, que no es lo mío. Francamente, me aburrí como un ostión y nunca supe por qué el protagonista sufre una enfermedad que lo deja con la mitad del rostro carcomido.
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