engo una bola de boliche de 15 libras que tiene una historia digna de contarse. Mi padre y Carlos Pereyra salían de alguna reunión en la colonia Anzures, entrados los años 70, cuando percibieron en plena banqueta el objeto circular. Pereyra se enfiló hacia ella y le pegó un puntillazo que casi le cuesta los dedos del pie.
Carlos Pereyra era argentino y no resistía ver un balón sin movimiento. Pero no era una pelota. No quiso saber más de ella y el resguardo quedó en manos de mi padre. Con el tiempo yo la heredé. Ahí está, con toda la dignidad y conservando el brillo de torneos de los que ya no se tiene memoria.
Pereyra, al que me refiero, era el padre Carlos, uno de los filósofos más interesantes de la izquierda, que podía discutir con Louis Althusser, o con quien se le pusiera enfrente, un intelectual que aportó mucho a la construcción de un proyecto en el cual pudieran combinarse las libertades con el compromiso social.
Entre sus obras se encuentran algunas centrales, como El sujeto de la historia o Política y violencia.
Atesoro el curso de filosofía política en que me inscribí y que fue el último que impartió en la Universidad Nacional Autónoma de México, antes de su fallecimiento, temprano e inoportuno.
Murió el 4 de junio de 1988, a un mes de la elección presidencial, –que se realizó el 6 de julio– en la que participaron Carlos Salinas de Gortari, Cuauhtémoc Cárdenas y Manuel Clouthier.
Pereyra también era compañero en el Partido Mexicano Socialista (PMS) y nos insistía, a los estudiantes que habíamos participado en el Consejo Estudiantil Universitario (CEU), en la necesidad de respetar a las minorías, de entablar un diálogo constructivo.
Creo que esa es una de sus grandes enseñanzas, la de hacer énfasis en que la democracia requiere de la disidencia y, más aún, de que las minorías se puedan convertir en mayorías eventualmente.
Pero también le resulta indispensable, en el entendimiento democrático, la primacía de la ley, el referente del derecho como un límite y horizonte, pero sin dejar de ponderar la enorme capacidad de transformación social con la que cuenta.
Pereyra era parte de esa minoría que gastaba y gastó afanes en la edificación de un proyecto de izquierda que fuera capaz de aspirar al poder y de hacerlo en una lógica democrática.
Por eso su posición siempre resultó tan meritoria e incluso vislumbró los desafíos y las oportunidades que ya se iban trazando en el México de los años 80.
Ahora parece sencillo, y acaso hasta natural, pero no tuvo nada de eso. La marcha hacia la democracia siempre estuvo sembrada de obstáculos, donde algunos de los más persistentes y visibles eran el autoritarismo de los priístas y el sistema presidencialista.
La lucha política nunca es tersa y por ello requiere de instrumentos que la moderen, la conduzcan y la pacifiquen, pero todo esto termina por ser superfluo si no existe el compromiso de los involucrados por aceptar un suelo mínimo de compromisos y respeto. De cada uno y por todos lados.
En México por momentos nos adentramos en territorios que ya recorrimos alguna vez y que explican la situación en que ahora nos encontramos.
La enorme crispación que ahora padecemos no traerá nada bueno si no se traduce en un debate ordenado en que se busquen, si no los acuerdos sobre un modelo de país, sí la forma en que se van a resolver y a enfrentar problemas que no admiten demora, como el de la seguridad, donde la participación de la sociedad es indispensable, entendiéndola en su sentido más amplio.
Días complejos, de confusión y de no pocas acechanzas, como el contorno de aquella bola de boliche que ahora permite recordar a los dos Pereyra.
*Periodista
Twitter: @jandradej