a Audiencia Nacional de España imputó a la energética Repsol y al banco Caixabank por los delitos de cohecho y revelación de secretos por el espionaje ilegal que encargaron a fin de impedir la alianza estratégica con que Pemex y la constructora ibérica Sacyr pretendieron tomar el control ejecutivo de Repsol entre 2011 y 2012. De acuerdo con las investigaciones a cargo del magistrado Manuel García Castellón y de la Fiscalía Anticorrupción ibérica, el todavía presidente de Repsol, Antonio Brufau, y el actual máximo ejecutivo de CaixaBank, Isidro Faine, habrían contratado los servicios del ex comisario de policía José Manuel Villarejo, un oscuro personaje que ha realizado trabajos ilegales de espionaje para numerosos líderes políticos, empresarios y medios de comunicación
, para que hiciera un seguimiento ilegal del entonces presidente de Sacyr, Luis del Rivero.
Ya fuera por el espionaje o por otros motivos, la alianza de Pemex y Sacyr se frustró, y al final la entonces paraestatal mexicana únicamente adquirió 5 por ciento adicional de los títulos de la petrolera española, con lo que llegó a poseer 9.4 por ciento de participación accionaria y se convirtió en el segundo socio por volumen de acciones. Dos años después, ya con la reforma energética del peñismo en vigor, la ahora llamada empresa productiva del Estado
se deshizo de la mayor parte de los títulos en su poder hasta quedarse con el testimonial 1.62 por ciento que retiene en la actualidad.
Este ir y venir en el corporativo hispánico fue impulsado por los ex directores de Pemex Juan José Suárez Coppel (en el último tramo del calderonato) y Emilio Lozoya Austin (en el inicio del peñismo), y se saldó con una serie de descalabros para la Hacienda mexicana: en 2012, la Unidad de Evaluación y Control de la Cámara de Diputados estimó que la compra de acciones realizada el año anterior representó una pérdida acumulada de 18 mil 653 millones de pesos; en 2014, la venta de las mismas acciones se efectuó 70 millones de euros por debajo de su precio de compra; y en 2016 la propia empresa reconoció que el precio de las acciones restantes tuvo una minusvalía de 3 mil 206 millones de pesos.
Además de exhibir los altos costos que el aventurerismo empresarial de los gobiernos neoliberales tuvo para la nación, el Repsolgate es ilustrativo de los riesgos que corre cualquier Estado al tratar con trasnacionales de las dimensiones y el poder de las involucradas, cuyos ejecutivos muestran una vocación transgresora y no reparan en la ética ni en la legalidad de los medios de que se valen para lograr sus designios. Otro ejemplo de este doble peligro para las finanzas públicas –el de la corrupción gubernamental, de un lado, y la absoluta falta de escrúpulos al hacer negocios, del otro– se encuentra en el desfalco orquestado por la misma Repsol y la Comisión Federal de Electricidad (CFE) durante el gobierno de Felipe Calderón, el cual le pagó un sobreprecio de 9 mil millones de dólares por fungir de intermediaria en la compra de gas a una empresa peruana, pese a que este servicio de intermediación era del todo innecesario. La operación era tan obviamente ruinosa para la parte mexicana que Perú abrió una investigación por las desorbitadas ganancias entregadas a Repsol; pero en México ni siquiera se abrió un expediente al respecto.
El desarrollo de los acontecimientos obliga a redoblar las precauciones al hacer tratos con este tipo de empresas, y constituye la enésima demostración de que el mercado, lejos de atenuar males como la corrupción y el manejo discrecional de los recursos, los exacerba.