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Vivencias y pandemia
E

s necesario cuestionar el impulso de los ciudadanos a olvidarse, aunque sea por un rato, del peligroso contagio. Analizar dicho impulso de salir a la calle y mezclarse con sus semejantes es entrar en honduras del ánimo colectivo. El pueblo, en efecto es, la mayoría de las veces, sabio. De ahí el famoso dicho de que su voz es la de Dios. Fue este adagio un avance civilizatorio significativo. Se contrariaba la versión, largamente aceptada, del derecho divino de los reyes. Enorme paso que condujo, a buena parte de la humanidad, a dejar de ser súbdita y pasar a usar el título de ciudadano. Tal avance todavía se conjura en varias de las naciones del mundo. Y no precisamente por las más atrasadas, sino por muchas de las llamadas avanzadas. Son éstas las que han hecho de los reinos toda una escalera de creencias, rituales y costumbres que no dejan de tener consecuencias, algunas bastante graves para la vida organizada. Aceptar la diversidad clasista, donde caben las aristocracias y sus derechos especiales, es darle uso normal a injusta realidad.

Se puede intentar algunos acercamientos a lo que, en varias ocasiones raya en el desfogue emocional y llega hasta la compulsión. Salir a la calle, caminar en avenidas concurridas, visitar tiendas, asistir a celebraciones familiares o de otros tipos, se antojan como faltas de conciencia y solidaridad. Muy a pesar del riesgo de contagiarse, la gente sale hasta con regocijo irreverente. Al parecer desprecian los propios riesgos al contagio y ningunean la trascendencia de afectar a los demás. Y, en más casos de los que sería prudente admitir, no usan los únicos protectores que, al menos por ahora, constituyen los tapabocas. La prudente distancia es otra de las ignoradas recomendaciones, junto con la no asistencia a reuniones en lugares cerrados. Los mismos bares, tal como se sabe, constituyen focos de severo contagio al ser frecuentados. Es por ello que, las autoridades, los incluyen en sus primeras prohibiciones. Aun así, escabullirse a cualquiera de los preferidos parece tendencia irresistible para muchos. Bien se sabe que la convivencia, acompañada de licor, es más que una simple costumbre para elevarse a ritual ancestral.

El ser gregarios es una de las características para entender las actuales circunstancias que dominan la conducta de las sociedades. Encerrarse en los propios domicilios, ya sea por orden de la autoridad o por la debida precaución individual, sólo es efectivo por determinado tiempo. Las autoridades que han ordenado el encierro, de manera forzosa, lo imponen sólo por tiempo determinado. Después, la fatiga ciudadana se hace manifiesta y se llega a desobediente protesta. De continuar la exigencia bien puede desembocar en franca rebelión.

El impulso de buscar compañía en los demás se va imponiendo. Es ese impulso lo que mueve a las actuales sociedades del mundo entero a manifestar su inconformidad con el encierro. Para muchos este sentimiento se lleva hasta los extremos de mezclarse con grupos mayores hasta intentar arroparse con muchedumbres. Es en este último caso en que grandes conjuntos de personas proveen el buscado consuelo al aislamiento. Es ahí donde encuentran satisfacciones aun a costa de la propia salud. Las juventudes sienten especial predilección por asistir, sin requiebro alguno, a festivales o bodas de amigos, cumpleaños, simples reventones y demás arreglos gregarios. Y es también lo que, en otras edades, añoran: los saludos de mano, de besos cruzados entre sexos, los abrazos entre amigos, el estar y ser con los otros. Ciertamente hay personas a las que los apretones les provocan arraigados rechazos cruzados de miedos. Asunto diverso lo delinean las pasiones religiosas y la imperiosa necesidad de lograr el sustento cotidiano. Pero quizá sean estos tipos de prevenciones o imposibilidades de guardarse en casa los que, ciertamente, acongojan con el avance de la edad. La prudencia no deja de implicar algo de esterilidad.

No se han llevado a cabo necesarios estudios sobre la íntima problemática causada por el encierro, obligado o por propia decisión. Pero lo que sucede en calles, plazas y domicilios lleva a considerar, bajo distintas ópticas, las, al parecer, minucias de la vida colectiva.

Valorar en su complejidad la desobediencia colectiva al tomar las calles es un reto del presente. La tendencia a culpar y estigmatizar a diestra y siniestra se hace casi inevitable para aquellos que reflejan sus propias cortedades en los demás. Para muchos más es, simplemente, alocada o razonada probada de normalidad añorada.