Lunes 9 de noviembre de 2020, p. 27
Moscú. El triunfo en las elecciones presidenciales de Estados Unidos del candidato demócrata, Joe Biden, es –para el Kremlin– una pésima noticia, pero en realidad no peor de que Donald Trump permaneciera otros cuatro años como inquilino de la Casa Blanca, ya improbable posibilidad que sólo el derrotado candidato republicano cree que va a hacerse realidad cuando las instancias legales concluyan que hubo fraude como arguye, en su desesperación por conservar el poder.
Porque más allá de la supuesta química que, según algunos medios, hay entre el presidente Vladimir Putin y su todavía colega estadunidense, lo cierto es que Trump –aparte de hacer guiños a su homólogo ruso y de decir que sería bueno mejorar relaciones con Moscú– nunca tuvo la intención de lograr el gran pacto
con Rusia que insinuó al asumir la presidencia de Estados Unidos.
Putin, distanciado de los otros mandatarios del G-7 de países más poderosos del mundo, dejó correr la versión periodística de que la simpatía era recíproca, aunque muy pronto comprendió que el pacto
que tenía en mente Trump era inaceptable, pues en esencia buscaba todo para Estados Unidos y para Rusia, nada.
La relación bilateral entre Rusia y EU se deterioró en los cuatro años de Trump como no había sucedido desde la guerra fría, cuando Moscú y Washington estuvieron al borde de una hecatombe nuclear, en 1962, durante la crisis de los misiles en Cuba.
El presidente número 46 de Estados Unidos, como a partir del 20 de enero siguiente será proclamado Biden, hereda de Trump un abultado portafolio de problemas con Rusia, cuyo más reciente episodio de enfrentamiento son las maniobras estadunidenses para impedir que termine de construirse el gasoducto ruso Flujo del Norte-2.
Todo indica que Biden –quien considera que Rusia es la mayor amenaza para la seguridad de Estados Unidos
, lo volvió a afirmar en una entrevista de televisión en octubre anterior– promoverá nuevas sanciones, sobre todo en el ámbito financiero, que mantendrán la presión de Washington sobre Moscú, una constante desde que Putin despacha en el Kremlin, a quien desde el senado o la vicepresidencia de Estados Unidos, en tiempos de Barack Obama, ha dedicado comentarios poco gratos que nada bien sentaron en Moscú.
En las dos décadas que gobierna Putin, Biden ha desempeñado un papel relevante en las iniciativas contra Rusia, desde sus duras críticas en 2001 como presidente del comité de relaciones exteriores del Senado por la situación de las minorías étnicas tras el colapso de la Unión Soviética y, en particular, la guerra de Chechenia hasta las sanciones contra ciudadanos y empresas rusos promovidas o respaldadas por el partido demócrata, sobre todo después de la anexión de Crimea en 2014.
Aunque Biden visitó por primera vez la Unión Soviética en 1973, seis años después encabezó la delegación senatorial que vino a Moscú a sondear la disposición soviética de suscribir el Tratado Salt-II (de limitación de armamento estratégico), que ese mismo año firmaron en Viena el líder soviético, Leonid Brezhnev, y el presidente de EU, Jimmy Carter.
Por ironías del destino, 40 años más tarde, apenas dos semanas después de instalarse en la Casa Blanca, Biden tendrá que decidir qué hacer con el START-III, uno de los últimos tratados de reducción de armamento nuclear aún vigentes y que vence el 5 de febrero próximo, toda vez que Moscú rechazó el ultimato presentado por la administración Trump para negociar su prórroga en condiciones que califica de inadmisibles.