os sobresaltos de la peligrosa elección presidencial en Estados Unidos arrojan luz sobre la disfuncionalidad del sistema de representación política de ese país y sobre el nivel de desgaste moral e institucional del que el gobierno de Donald Trump es consecuencia y factor. Los cínicos y los hipócritas se traslapan en sus papeles y pudimos observar al republicano revestido de una súbita sensibilidad social y de espíritu humanitario y al abanderado de los demócratas coqueteando en tonos bélicos con los sectores chovinistas y agitando el espantajo de Irán y Corea del Norte.
Las campañas y su dilatada culminación, que terminará quién sabe cuándo –porque una cosa es conocer los resultados oficiales de la votación y otra, muy distinta, saber el desenlace de los arrebatos golpistas del actual presidente–, han dejado al descubierto los mejores impulsos democratizadores de la sociedad y las peores tendencias al fascismo; la determinación de una ciudadanía que quiere expresarse en las urnas, así sea mediante sufragios de efectividad mediatizada por el sistema de elección indirecta, las tentaciones de proclamar a un caudillo salvador por encima de la voluntad electoral y la tradicional mafia de la clase política, escindida entre esas dos posturas.
Pero el proceso electoral de esta semana en la nación más poderosa del mundo no sólo permite asomarse a la riqueza y la miseria de su cultura política, sino también a lo que el resto de los habitantes del mundo, y los mexicanos en particular, esperamos y proyectamos allí.
Por principio de cuentas, la oligarquía reaccionaria que fue desalojada del poder presidencial en 2018 ha refrendado la abierta toma de posición a favor de las fórmulas demócratas, y con la misma enjundia con la que en 2016 aclamaban a Hillary Clinton, hoy le rezan a Joe Biden. ¿Por qué? Porque el vicepresidente de Barack Obama representa la continuidad del intervencionismo a cuya sombra prosperó e hizo negocios la élite neoliberal mexicana. Por añadidura, la reacción ha encontrado en la relación bilateral con el país vecino un terreno para causar problemas al Ejecutivo federal mexicano, y si el gobernador de Chihuahua, Javier Corral Jurado, organizó recientemente un follón para torpedear el cumplimiento del acuerdo binacional de aprovechamiento de aguas, el gobernador michoacano, Silvano Aureoles Conejo, hizo hace unos días alarde de torpeza y de mala fe al llamar a votar en contra de Trump, un desfiguro que choca frontalmente con el principio de no intervención.
Esa misma oligarquía trasnacionalizada y entreguista lleva más de cuatro años ardiendo en fiebres patrióticas por el racismo antimexicano de Trump, sin querer aceptar que ella fue la causante de la situación de dependencia económica y debilidad diplomática que le permitieron al magnate maltratar impunemente a México y a los mexicanos. Los mismos que entregaron a Washington el manejo de la seguridad en tiempos de Felipe Calderón y el sector energético durante el peñato se volvieron nacionalistas iracundos a los que poco les ha faltado para exigir la ruptura de relaciones.
En una forma mucho menos orgánica, pero insoslayable, hay en el movimiento lopezobradorista numerosos simpatizantes de Trump y abominadores de Biden, a quien identifican con Hillary Clinton. Para ellos lo de menos es que la fórmula de 2020 no sea Clinton-Biden, sino Biden-Harris y que algo haya incidido Bernie Sanders en la plataforma demócrata de este año. Y si aquí hay quienes prefieren a Trump porque ha dejado más o menos en paz a la Cuarta Transformación, la mayor parte de nuestros connacionales allá se horroriza ante su eventual permanencia en la Casa Blanca porque, por más que Obama ostente el récord de deportaciones de mexicanos, el actual presidente ha emprendido en contra de ellos no sólo la peor campaña de insultos y difamaciones racistas, sino también la más feroz cacería que se recuerde, acompañada de un hostigamiento judicial, policial y administrativo sin precedente.
Es indudable que en el mandatario republicano actual hay alarmantes gérmenes de fascismo y que ello representa un peligro para el mundo entero; sin embargo, debe reconocerse que hacia el exterior Trump ha sido en estos cuatro años el menos belicoso de los presidentes estadunidenses de los tiempos recientes, y no porque sea buena persona, sino porque representa tendencias aislacionistas muy antiguas y acendradas. En contrapartida, debe reconocerse que Biden es abanderado de posturas guerreristas e intervencionistas en lo político y lo económico, pero también que millones de ciudadanos estadunidenses lo ven como el defensor de un orden institucional y legal que, con todas sus injusticias y aberraciones, es en todo caso preferible al desorden autoritario y atrabiliario sembrado por Trump durante su presidencia.
Se ha dicho en muchas ocasiones que, habida cuenta del peso de las decisiones de la Casa Blanca en el mundo, todos los habitantes del globo deberíamos tener derecho a votar en las elecciones estadunidenses. Pero no lo tenemos.
Twitter: @Navegaciones