scribo desde Estados Unidos en la mañana de la votación, sin saber aún los resultados.
Como mexicano-estadunidense que soy, he pasado la vergüenza de ver cómo dos presidentes mexicanos le han dado el espaldarazo a Donald Trump en sus campañas electorales: Peña, con su invitación inaudita al candidato Trump a Los Pinos, y AMLO, con su visita no menos sorprendente a la Casa Blanca, donde obsequió las declaraciones que Trump necesitaba.
Cuando me he quejado de esto, mis amigos en México suelen responder que esos actos no tienen mayor importancia, pues los presidentes mexicanos tienen escasa influencia en los comicios estadunidenses. Sin embargo, Trump no piensa lo mismo. ¿Acaso el espaldarazo de AMLO no importa nada, cuando la contienda está cerrada en estados tan mexicanos como son Arizona, Colorado o Texas?
Para soslayar el apoyo brindado, los amlistas prefieren celebrar una supuesta relación respetuosa
entre esos presidentes, que manaría del hecho de que ambos son nacionalistas. Para AMLO, todo nacionalismo es respetable y bueno (como lo fue para Benito Mussolini, que fue recordado por el presidente en su discurso ante la ONU, como botón de muestra de los émulos que inspirara en el mundo la figura de Benito Juárez).
Pero, en realidad, el nacionalismo en sí mismo no es ni bueno ni malo: hay que juzgarlo siempre respecto a sus objetivos concretos, y frente a las alternativas realmente existentes, porque la finalidad superior de la política no es la nación, sino la civilización. Visto así, el nacionalismo que tanto comparten los presidentes de México y Estados Unidos no parece ser especialmente loable, ya que se enfila, en primer lugar, contra tratados internacionales en materia ambiental. Existen diferencias importantes entre el nacionalismo de Trump y el de AMLO, pero ambos comparten una veta extractivista, petrolera y carbonífera.
Los nacionalismos trumpistas y amlistas coinciden, además, en concederle al presidente manga ancha para que construya una realidad oficial imaginaria, para con ella favorecer intereses particulares, aunque contradiga las verdades que pueda arrojar la investigación científica o principios de igualdad ante la ley. Por eso, los presidentes de Estados Unidos y de México tendrán siempre otros datos
: que el calentamiento global no existe, por ejemplo, o que la mascarilla no inhibe el Covid-19, que los votos ganados por el adversario son fraudulentos, o lo que haga falta.
Así, México va de la mano de la reacción estadunidense en su desdén por la realidad del calentamiento planetario, y en su empeño por defender el interés nacional
que diga el Presidente. Ambos feminizan la lucha ambiental (son los llorones tree huggers de EU y los fifís de México) y representan sus demandas como si se tratara del interés de una élite, aun cuando las decenas de ambientalistas que han sido asesinados en México han sido todos luchadores comunitarios.
Existe además otra coincidencia entre nuestros grandes nacionalistas, y es que prefieren que el otro
se atenga al estereotipo más trillado (y políticamente más rentable). Así, Trump quiere a unos mexicanos dependientes, indocumentados o sin derechos políticos, porque esos son los que le van a servir cada que quiera alguna filípica antimigrante –lo que hará y seguirá haciendo cada que se le ofrezca. Contra lo escrito por el senador Ricardo Monreal ayer en su columna de Milenio, el hecho de que la retórica antimexicana no haya sido tan prominente en esta campaña de Trump no es una victoria importante del presidente AMLO
. Trump decidió hacer su campaña electoral contra China (no porque Xi fuera menos persuasivo que AMLO), e hizo lo posible por ganar los votos mexicanos que le pudo arrojar el espaldarazo que transó con López Obrador. Si Trump gana, ya volverá a bufar contra los mexicanos (en tiempo y forma).
Por otra parte, hay también mexicanos que prefieren que el presidente de Estados Unidos se pliegue a los estereotipos más groseros: que sea güero, rico, ordinario, ignorante, racista y misógino, y no un Obama, que es negro, culto y todo un caballero. Es bastante más difícil movilizar un sentimiento chovinista contra un Obama que contra un Trump, y esos gestos patrioteros también ya se darán (en tiempo y forma). En resumen: a los trompistas les sirve que los mexicanos se comporten como mexicanos, y a los amlistas que los gringos sean gringos.
Sólo que hay un detalle: 11 por ciento de la población de EU es mexicano-estadunidense –o sea, que tiene derechos ciudadanos–, y una parte de esa población piensa en México a la hora de votar. Por eso, la actitud de Peña Nieto le sirvió a Trump hace cuatro años, y la de AMLO le ha servido ahora. Cuando la SRE exige a Silvano Aureoles que se abstenga de llamar a los michoacanos a votar por Biden, en nombre de una supuesta neutralidad mexicana, en realidad está utilizando a ese gobernador para esconder la mano, porque la piedra ya la aventaron hace rato. AMLO ya apoyó a Trump, y la supuesta neutralidad de la SRE no es sino un intento de salvar la cara por si llegara a ganar Biden.
El gobierno de Lázaro Cárdenas fue el único en condenar la invasión de Mussolini a Abisinia en 1935, y fue también el único gobierno que protestó ante la anexión de Austria por Hitler. En cambio los dos gobiernos más recientes de México han apoyado ambos el ascenso de un fascistoide al país más poderoso del mundo.
Y eso también lo recordará la historia.