a designación presidencial de una mujer al frente de la Secretaría de Seguridad Pública es, en efecto, de trascendente importancia. Lo es para la misma institución que, todavía, padece por su reciente y compleja integración como un órgano del gobierno. Lo es para los distintos estamentos que son y seguirán siendo afectados por sus decisiones y movimientos: fuerzas armadas, gobiernos estatales, municipales, cuerpos de seguridad y demás policías. Por sus considerables efectos disruptivos se tendrán que sopesar también, las factibles respuestas de los grupos delincuenciales. Lo es para la figura presidencial que tuvo el arrojo y la convicción de nominar a una persona con las características específicas de Rosa Icela Rodríguez. La misma oposición, que tanto ruido hace, habrá de absorber o rechazar la historia de una personalidad con esta tipología. Y lo es para la ciudadanía que exigirá resultados tomando en consideración la perspectiva de género, en especial los agrupamientos femeninos, hoy tan beligerantes.
Tomaré, en este artículo, la corajuda decisión presidencial. Muchas horas de requiebro, responsabilidad y pasión han sido necesarias para dominar su propia voluntad. Sopesar los variados efectos que habrá de tener tal designación son apresables sólo en parte pequeña. Decir que es la primera mujer que estará al frente de una agrupación, cuasi militar es, apenas, la inicial consideración de otras muchas que habrán de seguirle y, a cual más, preñadas de consecuencias. Es imposible prever, en el transcurso de sus múltiples misiones funcionales a desempeñar en la secretaría, los resortes que irá afectando, tanto en la ciudadanía como en el mismo gobierno. Calibrar la manera cómo, todo lo anterior, se integrará al organismo institucional, sin duda, habrá de requerir fineza, estudios y comprensiones varias. Situar a una mujer en ambientes decisorios de primer nivel dominados por hombres, presenta, sólo por este hecho, inesperadas reacciones, malquerencias, menosprecios y titubeantes apoyos. La extendida creencia de una actitud presidencial ajena a los problemas de género recibe un severo mentís.
Ninguna autoridad de calado federal había hecho una designación como la que nos ocupa. Las rencillas opositoras habían introducido, en el ambiente comunicacional, la idea de un López Obrador guiado por impulsos obcecados, rayanos en lo místico y otros más de tinte machista. Poco importaban los abundantes sitiales, de primera línea, que AMLO le ha asignado al sector femenino. Mujeres que lo han acompañado en su trayectoria social, administrativa, política y demostrado su valía y eficacia. Acusarlo de cerrar refugios de mujeres maltratadas o infancias infantiles para madres solas flotaba en el espacio difusivo con el plomo de verdad consumada. Una verdad extensible ha toda una actitud muy poco sensible a los problemas que enfrentan las mujeres en este país.
La dilatada lucha femenina para sobrepasar discriminaciones y conseguir trato igualitario ha sido cruenta. Miles de años de hacer conciencia de sus tribulaciones que las sometían a rituales y penas, a subordinaciones, sentencias y castigos que no han cesado de afectarlas. El patriarcado se extendió por innumerables aspectos de las vidas personales, institucionales, políticas, históricas y culturales. Por tal razón, la mujer ha tenido que adoptar una postura de lucha permanente. No sólo contra leyes, togados, militares, curas, asesinos, iluminados y familiares, sino contra buena parte de su propio género. Dichas disidencias han sido por demás disolventes para sus intentos emancipatorios. Temas actuales, como el aborto y sus penalidades adyacentes, la paridad de género, la igualdad de oportunidades, el respeto a sus derechos humanos, la autonomía de su propio cuerpo y demás asuntos que les son preciados, todavía caen en el terreno de enconadas disputas. Muy atrás quedaron por fortuna, el voto, su derecho a la educación, el tener capacidades diferentes pero, sin duda, reconocibles son, ya, parte de los escalones pisados con valentía.
Habría que recordar, entonces, la lucha por superar momentos álgidos para el lugar que han ganado en la sociedad. El gran maestro de filósofos, Aristóteles (Estagira, Macedonia, siglo V aC), aseguraba, según narra Alejandro Carrillo C. ( El dragón y el unicornio), la sujeción y minusvalía femenina. Este sabio sostuvo, con todo el peso de su influencia sobre generaciones, que las mujeres nada aportaban en la descendencia, fuera de ser simples tinas receptoras. El alma, la inteligencia, la creatividad las insertaba el varón con su semen. Librarse de lápidas como las heredadas, con tanta fuerza y autoridad añadidas, ha sido su dura lucha para darles, a sus propias hijas, la oportunidad de trabajar con toda la dignidad precisa. Rosa Icela se ha ganado el lugar que, de aceptar el cargo propuesto, tendrá en esta historia de sucesivas transformaciones y significados.