rancia está sacudida por un nuevo ataque criminal de aparente inspiración islamista que dejó tres personas muertas en la basílica de Notre Dame, de Niza. El atacante, quien fue detenido rápidamente por la policía local, es un tunecino de 21 años que llevaba tres meses en el país europeo. El sitio del atentado tiene una fuerte carga simbólica, no sólo porque ocurrió en ese recinto católico, sino porque en julio de 2016 Niza fue escenario de uno de los ataques terroristas más mortíferos de la historia francesa: 86 personas murieron cuando un hombre condujo un camión de 19 toneladas contra la multitud que celebrara el 14 de Julio –fiesta nacional francesa– en el Paseo de los Ingleses.
No puede pasarse por alto que el atentado de ayer se da en un contexto en que la sociedad francesa ya se encuentra conmocionada. Apenas el 16 de octubre un maestro de enseñanza media fue decapitado por un joven de ascendencia chechena días después de haber mostrado caricaturas del profeta Mahoma en una clase sobre libertad de expresión. Tres semanas antes de ello, dos personas fueron heridas cerca de la sede de Charlie Hebdo, revista satírica cuya redacción fue diezmada en 2015 en represalia por publicar caricaturas del fundador del Islam.
El hecho de que el atacante de ayer, así como el responsable del atentado de 2016 –también tunecino– y el asesino del profesor Samuel Paty sean todos inmigrantes de fe musulmana, plantea un severo peligro de que sus crímenes sean capitalizados por la ultraderecha francesa y den lugar a una nueva ola de racismo, xenofobia e intolerancia por parte de los sectores de la sociedad gala proclives a estigmatizar a los creyentes islámicos. En este sentido, la respuesta del presidente Emmanuel Macron difícilmente podría ser más deplorable: ajeno a cualquier intento de calmar las tensiones, el mandatario apeló al maniqueo discurso del choque de civilizaciones, planteando los asesinatos como ataques a los valores franceses y llamando a la defensa intransigente de éstos. Esta actitud de superioridad moral es replicada por la mayor parte de la clase política e intelectual de Francia.
Pese a estos intentos de trasladar toda explicación de los atroces atentados al ámbito de la cultura, está claro que el origen de esta situación no es tanto el fundamentalismo, sino el imperialismo y el colonialismo desplegados por los estados occidentales desde hace más de cinco siglos. No debe olvidarse que la presencia de ciudadanos de Medio Oriente y África en Europa –tanto magrebí como subsahariana– es un subproducto de la colonización de dichas regiones por las potencias europeas en los siglos XIX y XX, como también lo son la inestabilidad crónica impuesta por unas fronteras estatales trazadas desde las metrópolis por encima de realidades étnicas e históricas, la dependencia económica y el expolio sistemático por parte de las trasnacionales que hacen las veces de nuevos agentes coloniales.
Tampoco puede ignorarse que las comunidades de inmigrantes padecen una severa marginación socioeconómica en los países de acogida, donde se ven relegadas de todas las oportunidades y enfrentan una precariedad multidimensional. Si a todo lo anterior se suman las aventuras bélicas contra naciones predominantemente islámicas en las que los líderes occidentales se embarcan con tanta frivolidad –en ocasiones, de espaldas a la ciudadanía–, se genera un caldo de cultivo idóneo para la proliferación de organizaciones fundamentalistas que, como se ha visto en años recientes, ya no sólo operan desde Medio Oriente, sino en la misma Europa.
Superar este ciclo de violencia requiere de una combinación de política interior y exterior. En el frente interno, debe elaborarse una estrategia de dignificación de las minorías que han sido históricamente relegadas. Ello implica una mejora sensible en sus condiciones de vida, pero también la creación de un marco de entendimiento que les permita la plena integración con respeto a su singularidad y que ponga fin a la recolonización cultural impuesta en nombre de valores de pretensiones universalistas. En materia exterior, es imperativo establecer un voto de respeto de las potencias occidentales hacia las naciones que hasta ahora han considerado coto abierto para sus incursiones, no pocas de las cuales han quedado reducidas a cenizas en nombre de los derechos humanos y la democracia.