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Vox Libris
Nosotras: historia de mujeres y algo más
Periódico La Jornada
Domingo 14 de octubre de 2018, p. a16

El futuro está aquí, el futuro es hoy y lo construyen mujeres y hombres, todos, sostiene Rosa Montero, autora de Nosotras: historia de mujeres y algo más, con ilustraciones de María Herreros, libro publicado por la Editorial Alfaguara. ‘‘Estamos destruyendo estereotipos milenarios y es evidente que si se altera el papel social femenino es porque también muda el papel de l género masculino, enuncia la escritora nacida en Madrid, cuya narrativa ha sido traducida a más de 20 idiomas. Con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, La Jornada ofrece a sus lectores un adelanto esta obra que circula en librerías

Desde hace un par de siglos, los humanos hemos empezado a cuestionarnos por qué las sociedades diferenciaban de tal modo a hombres y mujeres en cuanto a jerarquía y a funciones. Alguna hembra especialmente intrépida ya se había planteado esas preguntas antes, como, por ejemplo, la francesa Christine de Pisan, que escribió en 1405 La Cité des Dames (La ciudad de las damas); pero tuvieron que llegar el positivismo y la muerte definitiva de los dioses para que los habitantes del mundo occidental desdeñaran la inmutabilidad del orden natural y comenzaran a preguntarse masivamente el porqué de las cosas, curiosidad intelectual que por fuerza hubo de incluir, pese a la resistencia presentada por muchos y muchas, los numerosos porqués relativos a la condición de la mujer: distinta, distante, subyugada.

Y en realidad aún no hay una respuesta clara a esas preguntas: cómo se establecieron las jerarquías, cuándo sucedió, si siempre fue así. Se han acuñado teorías, ninguna de ellas suficientemente demostrada, que hablan de una primera etapa de matriarcado en la humanidad. De grandes diosas omnipotentes, como la Diosa Blanca mediterránea que describe Robert Graves. Tal vez no fuera una etapa de matriarcado, sino simplemente de igualdad social entre los sexos, con dominios específicos para unas y otros. La mujer paría, y esa asombrosa capacidad debió de hacerla muy poderosa. Las venus de la fertilidad que nos han llegado desde la prehistoria (como la de Willendorf: gorda, oronda, deliciosa) hablan de ese poder, así como las múltiples figuras femeninas posteriores, fuertes diosas de piedra del Neolítico.

Engels sostenía que la supeditación de la mujer se originó al mismo tiempo que la propiedad privada y la familia, cuando los humanos dejaron de ser nómadas y se asentaron en poblados de agricultores; el hombre, dice Engels, necesitaba asegurarse unos hijos propios a los que pasar sus posesiones, y de ahí que controlara a la mujer. A mí se me ocurre que tal vez el don procreador de las hembras asustara demasiado a los varones, sobre todo cuando se convirtieron en campesinos. Antes, en la vida errante y cazadora, el valor de ambos sexos estaba claramente establecido: ellas parían, amamantaban, criaban; ellos cazaban, defendían. Funciones intercambiables en su valor, fundamentales. Pero después, en la vida agrícola, ¿qué hacían los hombres de específico? Las mujeres podían cuidar la tierra igual que ellos, o quizá, desde un punto de vista mágico, aún mejor, porque la fertilidad era su reino, su dominio. Sí, resulta razonable pensar que debían de verlas demasiado poderosas. Tal vez el afán masculino de control haya nacido de este miedo (y de la ventaja de ser más fuertes físicamente).

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▲ Rosa Montero, Premio Nacional de las Letras Españolas en 2017.Foto © Irene Montero/Alfaguara
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Ese recelo hacia el poder de las mujeres se advierte ya en los mitos primeros de nuestra cultura, en los relatos de la creación del mundo, que por un lado se esfuerzan en definir el papel subsidiario de las hembras pero que al mismo tiempo nos otorgan una capacidad para hacer daño muy por encima de nuestro lugar de segundonas. Eva pierde a Adán y a toda la humanidad por dejarse tentar por la serpiente, y lo mismo hace Pandora, la primera mujer según la mitología griega, creada por Zeus para castigar a los hombres: el dios da a Pandora un ánfora llena de desgracias, jarra que la mujer destapa movida por su irrefrenable curiosidad femenina, liberando así todos los males.

Estos dos cuentos primordiales presentan a la hembra como un ser débil, atolondrado y carente de juicio. Pero, por otro lado, la curiosidad es un ingrediente básico de la inteligencia, y es la mujer quien posee en estos mitos el atrevimiento de preguntarse qué hay más allá, el afán de descubrir lo que está oculto. Además, los males que traen Eva y Pandora al mundo son la mortalidad, la enfermedad, el tiempo, condiciones que forman la sustancia misma de lo humano, de modo que en realidad la leyenda les adjudica un papel agridulce pero inmenso como hacedoras de la humanidad.

Más fascinante aún es la historia de Lilit. La tradición judía cuenta que Eva no fue la primera mujer de Adán, sino que antes existió Lilit. Y esta Lilit quiso ser igual que el hombre: le indignaba, por ejemplo, que la forzaran a hacer el amor debajo de Adán, una postura que le parecía humillante, y reclamaba los mismos derechos que el varón. Adán, aprovechándose de su mayor fuerza física, intentó obligarla a obedecer, pero entonces Lilit le abandonó. Fue la primera feminista de la creación, pero sus moderadas reivindicaciones eran por supuesto inadmisibles para el dios patriarcal de la época, que convirtió a Lilit en una diabla mataniños y la condenó a padecer la muerte de cien de sus hijos cada día, horrendo castigo que emblematiza a la perfección el poder del macho sobre la hembra. Y es que tal vez en el mito de Lilit subyazca la memoria olvidada de ese posible tránsito entre un mundo antiguo no sexista (con mujeres tan fuertes y tan independientes como los hombres) y el nuevo orden masculino que se instauró después.

El hecho, en fin, es que las mujeres han sido ciudadanos de segunda clase durante milenios, tanto en Oriente como en Occidente, en el norte como en el sur. El infanticidio por sexo (matar a las niñas recién nacidas porque son una carga no deseada, al contrario que el codiciado hijo varón) ha sido una práctica extendidísima y habitual en toda la historia, desde los romanos a los chinos o los egipcios, y aún hoy se practica más o menos abiertamente en muchos países del llamado Tercer Mundo. Lo que da una idea del escaso valor que se daba a la mujer, que ya venía al mundo con el desconsuelo fundamental de no haber sido ni tan siquiera deseada.

Hijos como somos todavía de las ideas de la perfectibilidad y del progreso de los siglos XVIII y XIX, tendemos a creer que la sociedad que hoy vivimos es en todo mejor que la de ayer (...)

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