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Vox Libris
Persuasión
Periódico La Jornada
Domingo 25 de junio de 2017, p. a16

Sir Walter Elliot, de Kellynch Hall, Somersetshire, era un hombre que no leía para entretenerse más libro que el Baronetage. Con él se distraía en los momentos de ocio y se consolaba en los melancólicos; con él, por un lado, se elevaba hasta la admiración y el respeto, mientras contemplaba lo poco que quedaba a los privilegios más antiguos; con él, por otro, todas las sensaciones desagradables, surgidas de cuestiones domésticas, se transformaban en piedad y desprecio. Al consultar los títulos casi innumerables del último siglo –si aquí una u otra hoja dejaban de interesarle, siempre leía su propia historia con un interés que nunca lo abandonaba–, ésta era la página por la que siempre abría su libro preferido.

“Elliot de Kellynch Hall.

Walter Elliot, nacido el 1 de marzo de 1760, contrajo matrimonio el 15 de julio de 1784 con Elizabeth, hija de James Stevenson de South Park, condado de Gloucester. Esta dama (que murió en 1800) le dio los siguientes hijos: Elizabeth, nacida el 1 de junio de 1785; Anne, nacida el 9 de agosto de 1787; un hijo que nació muerto el 5 de noviembre de 1789; Mary, nacida el 20 de noviembre de 1791.

Tal era el párrafo salido de las manos del impresor, pero sir Walter lo había mejorado añadiendo al lado de la fecha del nacimiento de Mary, para su información y la de su familia, estas palabras: casada el 16 de diciembre de 1810 con Charles, hijo y heredero de Charles Musgrove, caballero de Uppercross, condado de Somerset, e incluyendo también el día y mes en que había perdido a su esposa.

Luego seguía la historia y ascenso de la antigua y respetable familia, en los términos acostumbrados: cómo se estableció primero en Cheshire, cómo se le mencionaba en el Dugdale, cómo sus miembros ostentaron el cargo de alguacil mayor, representaron al condado en tres parlamentos sucesivos, dieron muestras de lealtad y alcanzaron la dignidad de baronet en el primer año de Carlos II, citándose a todas las Marys e Elizabeths con que habían contraído matrimonio; todo ello ocupaba doce hermosísimas páginas que concluían con el escudo de armas y el lema: La principal casa familiar es Kellynch Hall, en el condado de Somerset. Al final de este párrafo, sir Walter había añadido de su puño y letra:

Presunto heredero, William Walter Elliot, biznieto del segundo sir Walter.

La vanidad era el comienzo y el final de la personalidad de sir Walter Elliot; vanidad por su físico y por su posición. Había sido muy apuesto en su juventud y, aunque tenía cincuenta y cuatro años, todavía era un hombre bastante agraciado. Se preocupaba de su apariencia personal más que la mayoría de las mujeres y estaba más satisfecho con su posición social que el valet de cualquier lord recién nombrado. Pensaba que el privilegio de ser bello era inferior sólo al de ser barón, por lo que sir Walter Elliot, que disfrutaba de ambos dones, era el constante objeto de su más ardiente respeto y devoción.

Su apostura y su título ocupaban gran parte de sus afectos; a ellos, seguramente, debió una esposa que estaba muy por encima de lo que merecía. Lady Elliot era una mujer excelente, sensata y amable cuyo criterio y conducta, prescindiendo del capricho que la impulsó en su juventud a contraer matrimonio con lord Elliot, nunca requirieron indulgencia alguna. Siempre atemperó, atenuó u ocultó los defectos de su marido y defendió su verdadera respetabilidad durante diecisiete años. No fue el ser más dichoso de la creación, pero sus deberes, amigos e hijos fueron razones suficientes para que sintiera apego por la vida, así que el momento en que fue convocada a abandonarla no le resultó indiferente. Tres hijas, las dos mayores de dieciséis y catorce años, era un importante legado, una carga demasiado pesada para confiarla a la autoridad y tutela de un padre necio y vanidoso. Tenía, sin embargo, una amiga íntima, una mujer juiciosa y digna de estima quien, debido a la estrecha amistad que las unía, había establecido su residencia muy cerca de ella, en el pueblo de Kellynch. Lady Elliot confió sobre todo en que tanto el afecto como los consejos de su amiga ayudaran y mantuvieran los buenos principios y la educación que con tanto celo había transmitido a sus hijas. Debe advertirse que esta mujer y sir Walter no se casaron, aunque sus conocidos pudieran haberlo previsto. Habían transcurrido trece años desde la muerte de lady Elliot y los dos eran vecinos y buenos amigos, pero el uno seguía siendo viudo y la otra viuda.

Que lady Russell, de edad y carácter estables y sin ninguna necesidad económica, no pensara en casarse por segunda vez no necesita disculpa alguna ante el público, que suele enfadarse absurdamente más cuando una mujer vuelve a casarse que cuando no lo hace, pero que sir Walter continuara soltero sí requiere cierta explicación. Hay que decir que, como un buen padre (y tras sufrir dos o tres íntimos desengaños por lo absurdo de sus tentativas), se enorgullecía de seguir soltero en consideración a su querida hija. Por ella, la mayor, habría sido capaz de darlo todo, si bien nunca habían surgido muchas ocasiones de hacerlo. A los dieciséis años, Elizabeth había heredado, hasta donde era posible, los derechos y el rango de su madre; además, al ser muy hermosa y parecerse mucho a su padre influía mucho sobre él, de modo que se habían llevado siempre bien. Sus otras dos hermanas no podían compararse con ella. Mary había adquirido cierta importancia artificial al convertirse en Mrs. Charles Musgrove, mientras que Anne, a pesar de su elegancia de espíritu y dulzura de carácter, méritos que la habrían colocado muy alto si hubiera estado rodeada de personas realmente inteligentes, no era nadie para su padre, o su hermana: su parecer no contaba, su mejor estrategia era siempre ceder. No era más que Anne.

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Portada del libro de Jane Austen (1775-1817)

Sin embargo, a ojos de lady Russell, era una ahijada muy querida y valorada, amiga y favorita. Aunque las quería a todas, sólo Anne le recordaba a su madre.

Unos años antes, Anne Elliot había sido una muchacha muy bonita, pero su lozanía se marchitó pronto, e incluso si en aquel entonces su padre la había admirado muy poco (pues sus delicados rasgos y suaves ojos oscuros eran totalmente distintos de los suyos), ahora, que estaba delgada y apagada, la admiraba todavía menos. Si nunca había albergado muchas esperanzas de leer su nombre en las páginas de su libro preferido, ahora no tenía ninguna. Todas las expectativas de encontrar una alianza a la altura de su propio abolengo se centraban en Elizabeth, pues Mary se había vinculado a una antigua familia rural respetable y de gran fortuna a la que ella había provisto de alcurnia sin recibir ninguna a cambio. Elizabeth si se casaría bien algún día.

A veces una mujer está mucho más hermosa a los veintinueve años que cuando tiene diez años menos; en general, si no ha sufrido enfermedades o ansiedades, es una época de la vida en la que apenas se ha perdido encanto. Así le ocurría a Elizabeth; seguía siendo la misma hermosísima Miss Elliot que empezó a ser trece años atrás. Por este motivo, se podría excusar a sir Walter por olvidar su edad o, al menos, considerarle sólo medio necio por creer que Elizabeth y él mismo seguían tan lozanos como siempre mientras que todos los demás estaban hechos una piltrafa, pues veía con claridad cómo iban envejeciendo el resto de su familia y sus conocidos. Anne estaba consumida, Mary se había hecho vulgar, todas las caras de la vecindad estaban cada vez peor: el rápido incremento de patas de gallo en la sienes de lady Russell le venía preocupando desde hacía mucho tiempo.

No obstante, Elizabeth no se sentía tan satisfecha como su padre en cuanto a su apariencia física. Trece años llevaba siendo señora de Kellynch Hall, que presidía y dirigía con tal dominio y decisión que a nadie se le ocurría pensar que fuera más joven de lo que aparentaba. Trece años haciendo los honores, estableciendo las normas domésticas, abriendo camino hasta la calesa y saliendo de todos los salones y comedores de la comarca justo detrás de lady Russell. Las heladas de trece inviernos consecutivos la habían visto abrir cualquier baile de cierto renombre ofrecido por aquella comunidad de escasos recursos, y durante trece primaveras había viajado a Londres con su padre para disfrutar cada año del gran mundo durante unas pocas semanas. Recordaba todo esto y era muy consciente de tener veintinueve años, lo que le causaba algunos temores y aprensiones. Estaba plenamente satisfecha de estar casi tan hermosa como siempre, pero sentía cómo se aproximaban años peligrosos y la habría hecho feliz saber con certeza que algún baronet iba a pedir su mano el próximo año o el siguiente. Entonces, podría de nuevo retomar el libro de los libros con tanto deleite como en su más temprana juventud. Ahora lo detestaba: como lo único que veía en él era la fecha de su nacimiento seguida de la del matrimonio de su hermana, el libro era algo ominoso y más de una vez, cuando su padre lo dejaba abierto sobre la mesa, lo cerraba y empujaba a un lado sin siquiera mirarlo.

Persuasión, de acuerdo a la Real Academia Española, proviene del latín persuadere y significa inducir, mover, obligar a alguien con razones a creer o hacer algo, y es también el nombre de la última novela que escribió Jane Austen, a quien se conmemora este año en el bicentenario de su fallecimiento. Persuasión es una de las seis novelas que escribió Austen, además de una serie de relatos cortos, y ahora con motivo de la efeméride el sello Alianza presenta una edición especial limitada tanto de ese título como de La abadía de Northanger, Emma, Orgullo y prejuicio, Mansfield Park y Sensatez y sentimiento. Con autorización de la editorial dejamos a nuestros lectores con un fragmento del capítulo uno de Persuasión, una pequeña muestra de por qué Austen es considerada una de las mejores escritoras de su época… y de la nuestra

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