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Cinta negra
Periódico La Jornada
Domingo 14 de mayo de 2017, p. a16

Cada vez que la megafonía de Soluciones emitía la tonada que anunciaba los mensajes de su director, el señor Sonrisa, los asociados entraban en un trance de anticipación. De manera coreográfica, procedían a anotar su interpretación del ulular mediante el cual se les comunicaban los principios que conformaban el credo de la empresa. Una mañana confundible con cualquier otra, Fernando Retencio salió del elevador durante la emisión de uno de aquellos mensajes:

–Uuuiiiaaooo biisphoorseee caattroollluuuu...

Conforme caminaba hacia la estación de trabajo que la pizarra electrónica colocada en el vestíbulo le había asignado para aquel día, gozaba para sus adentros al contemplar los esfuerzos fútiles de sus compañeros por descifrar las expectativas del señor Sonrisa:

–Mmaaaoooeebbrriii iiivuvuninooopeeel...

Saludaba con la cabeza a los asociados con los que habría de compartir espacio durante la jornada laboral. Hacía tiempo que renunciara al intento de aprenderse los nombres de cada uno. Tanto por razones prácticas como existenciales, era un gasto inútil de energía. Por una parte, la pizarra que computaba sin cesar la posición relativa en el escalafón de la empresa era tan implacable como caprichosa: Retencio no recordaba haber repetido alguna vez de manera consecutiva ni sitio ni compañeros de estación en los más de cinco años que llevaba formando parte de Soluciones. Entablar un vínculo estrecho con quien mañana podría mirarte con recelo o altivez, según lo que arrojara la lotería laboral matutina, podía resultar decepcionante, como lo atestiguaba la progresiva normalización de los asociados: la frescura del talento que los llevara a ser elegidos como solucionadores daba paso a una opacidad fundamentada en la envidia generalizada. En el momento menos pensado, alguno de los Pérez intercambiables, ya fueran hombres o algunas de las pocas mujeres que trabajaban en Soluciones, era susceptible de buscar ventajas que los ayudaran a ascender de rango, disfrazando la maniobra de una charla casual. No por nada Retencio se sabía más astuto que todos ellos combinados:

–Jjjaaauuurrriiiiii ceeeuuueeuuu aabrichtliii...

Plantado frente a la silla giratoria fabricada en serie, abarcó con la mirada el panorama correspondiente al nivel asignado por la pizarra, el del primer piso, lo cual le permitía suponer que se avecinaba un día de relativa calma. Aunque nunca podía saberse con certeza. Retencio había atestiguado la caída de solucionadores que creyeron haber descifrado el método patentado por el señor Sonrisa para procurar el mejoramiento continuo de la empresa. Aun si la experiencia le sugería que los clientes conducidos al primer piso suponían un rango menor que aquellos atendidos en el segundo, la incertidumbre constituía un pilar tan fundamental de los principios de Soluciones, que más valía estar atento de manera permanente.

Entre su lista de reglas absolutas, Fernando Retencio había aprendido que la solución más evidente jamás era la idónea, a pesar de que en casos específicos pudiera llegar a serlo. No para Soluciones. En ese caso, ¿para qué los contrataría el señor Sonrisa, si habrían de limitarse a realizar lo que cualquier otro podía ofrecer? Si acaso deseaban seguir formando parte de Soluciones, los asociados debían distinguirse, entre varias características esenciales, por una creatividad tan única que los clientes la encontraran adictiva: varios habían subestimado las necesidades de un cliente de rango menor, con lo que se veían repentinamente despedidos, finiquitando el trámite al recibir una copia de la carta de renuncia que firmaran al momento de ser contratados: desde el punto de vista jurídico, todo despido era en sentido estricto una partida voluntaria.

–Aaaaauuuulllllbbbrrrrrieieieieieie...

Con aire satisfecho, Retencio permanecía impasible mientras sus compañeros aguzaban el semblante en busca de una mejor comprensión de los designios del director. Para la inmensa mayoría se trataba de un esfuerzo vano. Sus días como solucionadores llegarían a su fin más pronto que después. Sólo unos pocos, los elegidos a cuya estirpe Retencio no tenía ninguna duda de pertenecer, continuarían avanzando hacia la eliminación de aquellos residuos falibles tan inherentes a la especie. Incluso al interior de esos pocos, había ciertos niveles reservados para aquellos con la capacidad de trascender las barreras que limitaban el destino del resto:

–Jjjssttpshuuushuuu jjssttpshuushuuushuuu...

Que los demás se apresuraran por anotar en balde aquello que fingían comprender. Fernando Retencio extrajo de su mochila la libreta donde llevaba un registro meticuloso de las máximas del señor Sonrisa. Tomó con delicadeza la pluma fuente alojada en el bolsillo de su camisa de cuadros multicolor y procedió a apuntar con esmero:

NUESTRA MISIÓN COMO

SOLUCIONADORES CON

SISTE EN AYUDAR A LOS

CLIENTES A ENCONTRAR

SU PROPIA NARRATIVA

Reprimiendo las ganas de subirse a efectuar un baile de la victoria encima de la estación de trabajo prefabricada, tomó asiento para entregarse a la siguiente bifurcación del camino que había sido llamado a recorrer. Cada nueva solución lo aproximaba otro tanto a la meta a la que había consagrado sus empeños. Cada segundo registrado por el reloj ditigal de números rojos dispuesto en las distintas paredes de la casona lo acercaba un milímetro más al cumplimiento de su más profundo anhelo: alcanzar el rango de cinta negra.

Foto
Eduardo Rabasa (CDMX, 1978)Foto cortesía del autor

Como parte de su formación, Retencio procuraba mantener a raya las abstracciones sin ningún valor concreto. En alguno de los cursos había leído que toda mente contiene un enemigo interno, cuyo único propósito es sabotear el potencial de la existencia que lo aloja. Los expertos aún no conseguían ponerse de acuerdo sobre si su persistencia se debía a una inteligencia malévola, o simplemente a su instinto de supervivencia, pero en la práctica resultaba en extremo difícil de eliminar. Por ello la ciencia farmacéutica optaba por intentar silenciarlo. El demonio interior de Retencio mostraba una tenacidad particular, cuestión que lo obligaba a estar cobijado por una gama de pastillas proporcionadas por el Dr. Lao, médico del alma de Soluciones. Aun así, ante un mínimo descenso de la tranquilidad inducida, o alguna distracción por parte de Retencio, se abrían las compuertas que permitían la salida de ideas inútiles, recuerdos enterrados, gritos inaudibles y demás estrategias operadas por Retencio para impedirse a sí mismo llegar a ser el sí mismo que sabía debía ser. Particularmente por las noches, resultaba agotador.

Mientras aguardaba que su computadora portátil terminara de encenderse, entornó la mirada lo suficiente como para registrar un tumulto indeseable agolpándose. Por reflejo, palpó el frasco alojado en el bolsillo de su pantalón azul marino. Por si acaso, lo destapó sin mirarlo y vertió un par de pastillas sobre el cuenco que formaba con la otra mano. Como buen tipo duro, Retencio se preciaba de no requerir líquido alguno para tragárselas. Acentuó el movimiento de su garganta para asegurar que no se quedaran adheridas a medio camino. A los pocos minutos se presentarían los efectos: bendito Dr. Lao. Envalentonado por la solidez del escudo, permitió la aparición de una de las incomodidades que se colaba de manera más recurrente:

¿QUÉ ES LA CINTA

NEGRA?

Retencio disponía de un arsenal de respuestas apegadas a los procedimientos detallados en los manuales para solucionadores, autoría del señor Sonrisa. Sin embargo, esa mañana se encontraba dispuesto a permitirse una pequeña escapada filosófica. Abrió de nuevo su libreta y zanjó la trampa con una frase contundente:

LA CINTA NEGRA ES

ANTE TODO UN ESTADO

ESPIRITUAL

¿Y si los cintas negras...? Basta. Había sido suficiente. Con un movimiento sorpresivo alzó la cabeza para sorprender a alguno de los Pérez adyacentes que pretendiera espiarlo. O no había sido tan veloz, o se encontraban absortos en las pantallas de sus respectivas computadoras, tecleando inanidades que jamás estarían a la altura de las soluciones ideadas por Retencio. Los contempló de reojo en busca de un patrón que los definiera. Pese a la manifiesta diversidad de los seis Pérez que compartían con él la estación de trabajo poliédrica, Retencio se vio bañado por una serie de reflejos caleidoscópicos idénticos entre sí, que destilaban cada uno a su manera ese brillo tan específico de lo plástico.

Antes de comenzar con las soluciones del día, recordó que había olvidado algo en su coche, y se levantó para ir al estacionamiento sobterráneo. De camino al elevador, escuchó a sus espaldas el sonido de los pompones y las matracas que provocaban sudor frío hasta en el solucionador más seguro de sus capacidades. Se trataba de las chicas que conformaban el escuadrón habilitado para cada ocasión en la que Soluciones debía prescindir de alguno de sus asociados. El protocolo dictaba que Retencio retornara a su puesto de inmediato, para no desairar a las chicas en caso de que estuvieran precisamente buscándolo a él. Sabía que no era el caso. Sin el apetito de presenciar la caída de alguno de los Pérez, aminoró el paso para permitirse escuchar las primeras estrofas de La canción del despido feliz.

Editor de oficio, Eduardo Rabasa ha salido de ese rubro para probar las aguas de la escritura. Su primera novela se publicó en 2014 con el título La suma de los ceros, una historia que transcurre en Villa Miserias, donde creó un microcosmos para hablar de los grandes problemas de cualquier sociedad: la corrupción, el poder, el tráfico de drogas. Ahora, Rabasa, fundador de la editorial Sexto Piso, publica su segunda novela Cinta negra, definida como una parodia tremendamente divertida sobre el mundo de la gran empresa y el ascenso social. Con autorización del autor ofrecemos a nuestros lectores un fragmento de este nuevo libro, publicado por la editorial Pepitas en su colección Americalee

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