¿De endeudarse?
is padres compraron en los años 50 su casa, donde crecimos mis hermanos y yo, mediante un crédito hipotecario: 20 años después la propiedad ya era cien por ciento de ellos. Yo tuve un crédito del mismo tipo para adquirir mi casa en 10 años. Entonces, no había indexación y, como las cuotas mensuales no traían sorpresas pasara lo que pasara con el precio del peso, cada quien podía subsistir con un presupuesto fijo. Aprendí a vivir de la certeza de mis medios, como becaria del Conacyt, empleada del INAH, exitosa restaurantera en los años 70 y, en los 80 en París, del producto de la venta de mi casa en México. Nunca nos llevamos los créditos y yo. No deber dinero y deber siempre reciprocidad a toda muestra de afecto y generosidad, fueron principios desde la infancia que comprendí cabalmente cuando tuve que acudir al Monte de Piedad, con pertenencias de mi madre para atender problemas de su salud, y la piadosa institución más tardó en darnos un préstamo, por algunas piezas, que en vender los recuerdos de ella al lado de mi padre…
Durante milenios, al menos desde el II aC en India y después en otras civilizaciones, el cobro de intereses por un préstamo estuvo prohibido o al menos condenado. No sería casualidad que las distintas religiones, portadoras de ética social, contemplaran de esta manera el enriquecimiento de unos a costa de la necesidad de otros. En las comunidades nativas de los distintos continentes no existe aún esta práctica degradante, a menos que un factor exterior aproveche la indefensión de la buena fe e ignorancia de quienes están acostumbrados a dar sin esperar, pues sus sociedades funcionan naturalmente por relaciones equitativas de intercambio.
Pero llegó una nueva religión (el Capitalismo como Religión, 1921, Walter Benjamin) cuyo dios es el dinero, dinero que se compra con dinero y que, como cualquier mercancía, está sometido a la voluntad de sus dueños: sea para aumentar su circulación a fin de bajarlo de precio o bien lo ocultan para que suba su cotización. Si los estados estampan en billetes y monedas efigies de héroes patrios para darles un valor simbólico entre los usuarios, los oficiantes del dinero son banqueros, especuladores y prestamistas, encabezados a distancia por el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y acuerdos macroeconómicos mundiales que tienen arrodillados a países como el nuestro, dentro de un secreto inaccesible para la mayoría de los habitantes, incluidos los economistas universitarios que se enredan cuando abordan una explicación para tontos de “por qué debe México pedir más crédito ante los riesgos financieros… pese al reconocimiento de nuestra estabilidad macroeconómica” (La Jornada, 28/5/16).
La pirámide del culto al dinero tiene también a las clases religiosas que se benefician de él, al ejército que asegura su propiedad en pocas manos y a las clases acomodadas, ignorantes e indiferentes de lo que sucede en su sociedad. Eso sí, todos ellos están sostenidos por el trabajo de la mayoría pretérita y presente, de donde proviene la acumulación de capital. Aunque en el culto del capital se disfrace este hecho haciendo creer que la acumulación proviene de los intereses que genera el capital. Dinero produce dinero –se hace creer–, como si fuera un dios autocreado, cuyo dogma es el utilitarismo del universo: tierra, aire, aguas, personas, flora, fauna y hasta la luna como mercancías; y en cuyo culto cotidiano predominan los sentimientos de culpa de la población por la deuda permanente en que vive, gracias a la orden del implacable dinero que es: consume, consume y consume, que hace caer a la mayoría en una dependencia y sumisión extremas.
La idea es creer que siempre necesitaremos al dinero y cuya posesión justifica incluso la destrucción del otro; en este contexto, aceptamos que sólo merecen vivir los superhombres que no conocen el arrepentimiento, porque al acumular dinero subieron al paraíso. Mientras que los demás tenemos la culpa de la insolvencia, porque el dinero nunca perdona y, en ese sentido, es imposible la expiación del pecado de la deuda. La deuda que lleva a la desesperación, de cada uno a solas y de todos en su propio rincón: la religión del dinero destruye la vida, no es una religión de salvación. Pero ¿y si todos quienes entregaron el producto de su trabajo, con confianza y esperanza para mejora del futuro colectivo, habiendo sido arrastrados por el endeudamiento público de sus países, comprende que no tienen culpa ni deber en su pago? ¿Y si todos comprenden que ser pobre no es un castigo del dios dinero sino un abuso de usureras locales y plásticos crediticios? ¿Que no vale la pena sentir más seguridad en la vida cuando se tiene dinero, que cuando se tienen relaciones sociales desinteresadas? Porque con éstas, en grande, o mejor, en masa, es posible revertir este sistema sin necesidad de perdón, porque el capitalismo representa todo menos libertad individual, siendo coacción, cárcel, expulsión, miseria, fracaso, desprecio de hijos y pareja…
Mientras tanto, tal vez es preferible pedir y agradecer el pan nuestro de cada día, en vez de caer en la tentación de las plazas comerciales con una tarjeta de crédito en el bolsillo.