Cannes.
on algunos días de distancia, uno puede apreciar que la edición 69 del festival más prestigiado del mundo fue una historia de lo que pudo haber sido, al menos en su sección competitiva. Para los primeros cuatro días, el director general Thierry Frémaux y sus programadores decidieron soltar la artillería pesada.
El nivel de calidad promedio era más que aceptable, con algunos títulos –Sieranevada, del rumano Cristi Puiu; Toni Erdmann, de la alemana Maren Ade; Agassi, del sudcoreano Park Chan-Wook; Paterson, de Jim Jarmusch– que la crítica candidateaba para algún premio. Incluso el material discutible –el tramposo melodrama francés Mal de pierres, de Nicole García– no era digno de protesta. Daba la impresión que estábamos ante una edición histórica, una de las mejores del festival.
Luego vino la debacle. Salvo Bacalaureat, del también rumano Cristian Mungiu, nos soltaron una serie de petardos que empezaron a ser abucheados con toda razón –Personal Shopper, del francés Oliviera Assayas; The Neon Demon, del danés Nicolas Winding Refn; The Last Face, de Sean Penn– y casi hundieron a la competencia a un sitio irrecuperable. Hábilmente, la programación reservó dos de sus mejores títulos –Elle, del holandés Paul Verhoeven, y Forushande, del iraní Asghar Farhadi– para el último día, con lo que se salvó el honor.
Para rematar el desacierto, llegó la hora de la premiación. Un jurado presidido por el ci-neasta australiano George Miller e integrado por demasiados actores (Vanessa Paradis, ¿en serio?), se dedicó a ignorar lo meritorio y a condecorar productos tan impresentables como la de Assayas, o Juste la fin du monde, del canadiense Xavier Dolan, quizá el joven realizador más sobrestimado del mundo. El triunfo final de I, Daniel Blake, del veterano Ken Loach, vino a coronar esa apuesta por lo convencional.
Casi todas las películas premiadas –hasta la del británico Loach– tenían producción francesa. Como de costumbre, la industria local hizo sentir su fuerza a través de las coproducciones. De los 21 títulos en concurso, sólo ocho (o sea, poco más de un tercio) no tenían inversión del país anfitrión. Uno supone que esa condición ayuda a ser seleccionado.
Por otra parte, fue un festival tenso por cuestiones totalmente ajenas a lo cinematográfico. Los atentados terroristas de París y Bruselas hicieron que se tomaran precauciones adicionales a las ya establecidas medidas de seguridad. Si bien no se notaba demasiado la presencia del personal policiaco o militar, sí había un clima intimidante. No por nada muchos cancelaron su asistencia al festival. De acuerdo con los reportes de los comercios de Cannes, se registró una disminución de 40% (los más pesimistas decían que era de 60%) en los ingresos, en relación a años pasados. Sobre todo, se decía, quienes más se ausentaron fueron los representantes de la industria estadunidense. En efecto, se notaba mucho menos gente en las calles y los restaurantes. (La prensa no pareció disminuir en sus filas. Quizá estamos acostumbrados a la mala vida).
Sin embargo, la baja en asistencia de la industria no afectó al aspecto mercantil del festival. Películas se compraron y vendieron en números normales, lo cual prueba que la mayoría de los tratos se realizan ahora a través del Internet y a ciegas en muchos de los casos. Lo que vende es el prestigio.
Por desgracia, fue una edición en la que la participación del cine mexicano, según se apuntó al principio del festival, se limitó a cortos de directores incipientes. Después de una presencia marcada y constante en la sección competitiva, con premios importantes, los interesados preguntaban qué había sucedido con nuestro cine. Ya será para la próxima.
Finalmente, una de las promesas de Frémaux sí se cumplió. Casi no hubo lluvia en un festival que retó los pronósticos meteorológicos y se llevó a cabo bajo un clima soleado y caluroso. Lástima que el cine no brilló tanto.
Twitter: @walyder